martes, 5 de febrero de 2019

El arroyo.

Fer: "Detrás de este alambrado jugábamos a la pelota con mis amigos. Estaba corto el pasto ... y ¿ven más allá donde están los árboles? Por ahí corre un arroyo. Ahí íbamos a jugar también."

Lautaro: "¿Y cómo pasaban papá?"
Fer: "Hacíamos un agujero en el alambrado."
Lucía: "¡Papá! ¡Cómo van a hacer eso!"
Lautaro: "Sí papá, qué mal."

Sí, lo admito ahora que ya prescribió el delito. En ese terreno que está a cincuenta metros de casa que le pertenece a una embotelladora de gaseosas jugábamos al fútbol de manera clandestina. Era una constante de hacer un agujero de medio metro por medio metro cada vez que veíamos que lo cerraban. Cada tanto en medio del juego llegaba la policía a corrernos. Corríamos, literalmente. El que hacía de arquero para el lado de la embotelladora tenía la misión de gritar las palabras claves: "¡La cana!".
En ese instante quien llevaba la pelota la alzaba y ese terreno era un desparramo de niños. Una mitad por el agujero en el alambrado o trepándolo para saltar al otro lado. La otra mitad, hacia los árboles: el arroyo. Así lo conocíamos a ese lugar. El arroyo, a secas.
El arroyo es un terreno de aproximadamente dos kilómetros de largo por uno de ancho, por donde corre un curso de agua en medio de una arboleda bastante espesa por tramos. Al final del curso de agua hay una cascada. Parece un lugar de ensueño, ¿no? Lo era al menos cuando eramos niños.
Pescar mojarras o bagres, jugar al ladrón y al policía, a la pilladita, a las escondidas, trepar a los árboles, bañarnos, todo era bueno en el arroyo. No había miedo a que aparezca nadie que nos haga daño. Ni siquiera a alguna alimaña, que las había. A lo único que le teníamos miedo era a que aparezca el duende. Palabras mayores. Un gran respeto por ese ser.
En ese lugar podíamos llegar a pasar literalmente un día completo. Para nuestras familias, que lo habitual era que no salgan de vacaciones ni en el verano ni en el invierno, el arroyo era el refugio ideal para los niños de la cuadra.
La jornada empezaba con un partido de fútbol por el honor, a muerte. Y seguía en el arroyo. Cuando empezaba a ocultarse el sol volvíamos a nuestra calle a sentarnos en la vereda al frente de casa.
Los mayores dramas que teníamos eran conseguir revancha del partido perdido, la posible paliza que recibiría el loco por haber ido a jugar con las zapatillas de la escuela, los anteojos que rompió el ciego jugando a la pelota y de quién era la culpa o el reclamo de alguna madre sobre la hora en que aparecíamos.
Eramos inmensamente felices sin darnos cuenta.

Lautaro: "Están altos los pastos papá."
Fer: "Sí enano, ahora no se puede pasar."

Cada tanto, camino los pasos que separan mi casa hasta el alambrado, solo para mirar y empaparme un rato de nostalgia. No me cuesta nada cerrar los ojos, ver limpio ese terreno y a mis amigos y a mi corriendo por los caminos del arroyo, saltando de borde a borde; yo extremadamente impaciente porque se termine la hora de la pesca.
Sí, definitivamente eramos inmensamente felices sin saberlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Manual para matar.

¿Cómo matar a un no muerto? Lo sé, parece una pregunta estúpida, y quizás lo sea. Jamás me agradaron los dueños de verdades y no pretendo tr...