jueves, 27 de diciembre de 2018

Unidades de medida.

Te confieso que desde pequeño me acostumbré a contar todo. No sé. Serán cosas de hijo único, de creaciones indispensables para matar el aburrimiento. Pero desde que aprendí a contar (allá lejos, a mis tres años) que mi mente es un procesador de estadísticas permanente.
Contaba la cantidad de páginas de las historietas que leía y cuántas faltaban. Los pasos que separaban el cole de la parada del bondi. La cantidad de paradas del recorrido. Cuántos asientos había en el bondi. Cuántos ocupados y cuántos libres. Cuánto duraba el viaje. Cuántos pacientes había en la sala donde laburaba mi vieja como enfermera.
Al día de hoy, esa máquina de estadísticas lleva las cuentas de las finanzas de una empresa, de manera que puedo responder en cualquier momento toda inquietud matemática y al mismo tiempo llevo el conteo de cuestiones más banales, como el tiempo que lleva cada tarea del día, desde planchar mi camisa hasta la duración del almuerzo, pasando por los preparativos para el día siguiente.
Puedo estimar con bastante precisión distancias, tamaños, pesos, tiempos y todo lo que se te ocurra.
Todo el tiempo las unidades de medida rigen la dirección de mis pensamientos.
Mi cerebro, para bien o para mal, lo hace en piloto automático. Es en vano que intente no hacerlo.
Más temprano que tarde estaré contando cosas.
Por eso es que puedo decirte con mucha seguridad unas cuantas cosas.
Que el beso que separa tu sofá de tu cama dura una canción promedio de Soda. Que quitarnos la ropa nos lleva un poco menos. Para ser sinceros, mucho menos. Que cada una de tus piernas miden una docena de besos. Que con otra docena cubro tu espalda. Que las palmas de mis manos equivalen exactamente al tamaño de tus pechos. Que recorrer tu cuerpo podría llevarme mucho menos tiempo del que me tomo, pero me gusta hacerlo en velocidad turista. Que son escasos los segundos que transcurren desde que la miel de tus labios endulza los mios. Que no necesito de un transportador para saber cuántos grados se arquea tu espalda con cada uno de tus orgasmos.
Y fundamentalmente, que separarme de vos, romper ese último abrazo, me cuesta toda mi fuerza de voluntad.
A estos diez párrafos y trescientas sesenta y nueve palabras que anteceden podría haberlas resumido en un par de vocablos pero, además de contar y estimar todo, también me gusta explayarme un poco.
Bueno, para ser sincero, me gusta explayarme bastante.
Sobre todo con vos.

jueves, 20 de diciembre de 2018

Las Navidades pasadas

Lo primero que viene a mi mente cuando busco el recuerdo navideño más lejano, es mi ansiedad por armar el arbolito. En la casa de Bernarda Alba ese arbolito estuvo por 38 años. Era de color verde, mediano y lo llenábamos de adornos y luces.
Una vez terminado ... el momento cumbre: encender las luces. Y contemplar en silencio. Silencio solamente interrumpido por un "qué bonito" de algunas de las mujeres. Yo lo miraba embelesado e imaginaba los regalos.
Si bien siempre en casa había olor a comida, ese día los aromas se acentuaban. Desde temprano el horno estaba funcionando. El olor a pollo o a cerdo de repente perfumaba cada ambiente del hogar y hacía que cada persona que pase por la vereda de casa inevitablemente respire profundo.
Si me preguntan a qué huele un hogar, para mi un hogar huele a hornallas encendidas. Cada perfume que nace en el corazón de la casa, en la cocina, hace que esa casa se transforme en hogar.
De repente empezaban a salir los sanguchitos de miga, tapados con un repasador (para que no se sequen según la matriarca, pero seguramente también para evitar que vaya a robar alguno antes de tiempo)
Después empezaban los turnos para bañarnos y ponernos lindos.

Fer: "Ma, ¿puedo salir a jugar hasta que esté la comida?"
La Gringa: "Bueno, pero ojito con ensuciarte eh, mirá que ya estás bañado"

Perdón ma, perdón por todas las veces que volví con las rodillas negras esas nochebuenas.
Me juntaba con los amigos de la cuadra para tirar cohetes (en esa época no teníamos conciencia de lo mal que les hacía a los perros o a otros niños), para charlar sobre los regalos que esperábamos y esperando las voces de las madres llamándonos para cenar.
Y sí, llegaba el momento de sentarnos en la mesa a compartir la comida. Fuimos bendecidos, siempre pudimos compartir una mesa navideña en paz.
En medio de la cena de repente aparecían los regalos alrededor del arbolito. Yo comía apurado, como si acelerando la cena las doce iban a llegar antes.
Finalmente llegaban las doce, las mujeres de casa se abrazaban y besaban y brindaban con sidra o ananá fizz. Yo las besaba rapidito y me iba como flecha hacia los regalos, para destriparlos.
Le apuntaba al envoltorio más grande primero, seguro era un juguete. Cuando era niño, no existía la variedad de juguetes que hay ahora, pero siempre fueron buenos regalos. Nada de lujo, pero siempre me dibujaron una sonrisa.
Y luego estaba el envoltorio blandito, seguro eran los slips o las medias que mandaba la tía Mecha.
Una desazón ... en fin.
Después de eso salía a la calle, a compartir los juguetes nuevos con mis amigos, a tirar más cohetes y ya las rodillas estaban más negras y mi cuerpo transpirado a más no poder.
Cuando ya la madrugada nos abrazaba algún vecino sacaba los parlantes a la vereda, y toda la cuadra era una sola casa. Los vecinos llegaban a casa a compartir clericó, alguna sidra, más sanguchitos.
Llegaba el momento de regresar a casa. Empezamos a sentir los gritos de las madres invocándonos. Les pedíamos una tregua para buscar cohetes que no hayan explotado, así juntábamos la pólvora y hacíamos una fogata fugaz.
Así, con esa luz repentina, se apagaba la Nochebuena y nos íbamos a ... bañarnos y a la cama.
De ese modo pasaron muchas Navidades. De adolescente no cambió mucho. Faltaban los juguetes, pero los slips de la tía Mecha estaban ahí. Las juntadas con los amigos eran con sidra. Pero yo seguía buscando cohetes que no habían explotado. Me costaba soltar esa parte de mi infancia.
Les decía que el arbolito estuvo 38 años en la casa de Bernarda Alba. El pobre estaba en las últimas, asi que el año pasado le regalé a mi vieja un árbol nuevo. Es blanco, es mediano, tiene adornos rojos y azules y luces que titilan.
Y ahora tiene las cartas de mis hijos.

Lau: "Papá, tachame el Bumblebee, ya no lo quiero, quiero el Iron Man con armadura"
Lu: "Papi, ya dejé la carta, quiero un vestido de princesa"
Lucía siempre tiene un as bajo la manga para sacudirme.
Lu: "Y también quiero que nunca nos faltes."
La vida nos pone en diferentes roles. Somos tan solo actores que pretendemos estar a cargo de la obra. Pero no. El papel de director nos resulta ajeno. Ahora, con cada Nochebuena que paso con mis hijos, soy yo el que coordina los tiempos de los baños y de la cena.
Ellos reciben sus juguetes ... y un paquetito con ropa interior que manda alguna tía.

Salen a tirar fuegos artificiales (sólo con luces, nada que explote), a jugar con sus amigos (los hijos de mis amigos) hasta que sea la hora de invocarlos para que se bañen nuevamente y vayan a la cama.

La vida nos pone en diferentes roles. Sí, siento nostalgia por el anterior papel pero a este, a este no lo cambio por nada en el mundo. No tengo mejor plan que ver felices a las personas que amo.

Salud por las Navidades pasadas. Y por las futuras. Que serán tantas como la vida lo decida.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Efectos especiales.

Ella se cansó de esperar un romance épico, de esos que parecen salidos de las películas.
Ella quería una reconciliación al mejor estilo Hollywood, con besos bajo la lluvia después, con más lágrimas que lluvia.
Ella exigía efectos especiales.
Él se fue sin que ella se de cuenta de que el amor más bonito es pequeño.
Pero un día ella advirtió que los efectos especiales estuvieron siempre ahí.
A veces en forma de chocolate en la puerta de la heladera, otras en forma de notita debajo de la almohada o dentro de su cartera, otras en la forma en que le cubría la pierna con la frazada por las noches cuando se destapaba, o como cuando advirtió (y esto fue lapidario) que siempre el plato mejor servido de la cena era para ella.

jueves, 13 de diciembre de 2018

La lluvia.

Eran casi las 20 horas de un día miércoles de primavera. Yo estaba apurado. Corría contra el reloj y contra la tormenta que se avecinaba.
Las 20 horas estaban señaladas con una alarma en mi celular. Tenía tres alarmas en realidad, a las 19:45, a las 19:55 y a las 20:00 de lunes a viernes. Siempre el tiempo fue importante para mi. Metódicamente repartía mis actividades con la mayor precisión posible. Lógicamente, quedaba margen para los imprevistos. Y ese día estuvo lleno de imprevistos.
Ya había sonado la primer alarma cuando corrí hasta el taxi que estaba estacionado y me subí de prepo.

Fer: "Señor, me lleva hasta Congreso y Uttinger por favor"

El chofer miró las nubes negras y los flashes que se disparaban amenazantes, iluminando la ciudad y sintió el viento, ese típico viento que notifica de manera fehaciente que la lluvia está próxima a llegar. Él debio haber notado mi preocupación.

Chofer: "Bueno, vamos."

Al minuto la tormenta desplegó su show. Una lluvia intensa junto al viento que acompañaba la sinfonía celestial. Llegamos al filo de la segunda alarma. Le pedí al taxi que me espere. Abrí el paraguas y lo apunté hacia el sur; desde ahí venía la tormenta. Crucé la calle y me dirigí hacia la puerta del jardín maternal donde estaba mi hija.

Fer: "Hola, vengo a buscar a Lucía."

Ella vino tomada de la mano de una seño. No recuerdo el nombre de la seño, no soy bueno para eso. Tampoco tenía ojos para otra persona en ese momento. La alcé en mis brazos y la cubrí por completo con el paraguas.
Crucé nuevamente la calle y con mucho cuidado la senté dentro, evitando que se moje. Cerré el paraguas y ya empapado, me senté a su lado.
Le indiqué el camino a casa al chofer y partimos hacia allí.

Lucía: "Papi tengo miedo"
Fer: "Está bien tener miedo. Contame qué te asusta."
Lucía: "Los truenos, los truenos me dan mucho miedo"

Dijo eso, me abrazó y hundió su cabecita en mi pecho intentando silenciar al mundo.
Llegamos a casa. La calle era un río. Desafiar al viento con el paraguas era poco menos que una utopía. Pero había que intentarlo. No iba a dejar que mi hija se moje.

Fer: "Enana, agarrate fuerte"

Me despedí del chofer, agradeciéndole. Abrí el paraguas y la cubrí por completo. Nos dirigimos hacia el acceso bajo los efectos especiales de la naturaleza y en el preciso instante en que cruzábamos el portón se enganchó mi paraguas con el marco, haciendo que un chorro inmenso de agua caiga sobre mi hija.

Lucía: "¿Estoy mojada papi? ¿Por qué no me tapaste bien papá?"

En más de una ocasión sentí que fallaba en mi rol de padre, pero ese descuido fue fatal para el rincón de mi cerebro que administra la memoria.
Entramos a la casa, le preparé una ducha caliente y la abrigué. Le preparé la cena y la hice dormir mientras escuchábamos una canción de Vicentico.
Ella ya se había olvidado de que se mojó pero me fui a dormir con ese descuido retumbando en mi mente.

Actualmente, ese descuido se transformó en una alarma para mi. De esas alarmas que no hace falta grabarlas en un celular. Se convirtió en una alerta, en un "¿estás haciéndolo del mejor modo posible?"
Actualmente, ella le sigue teniendo miedo a los truenos.
Y actualmente, ella sigue hundiendo su carita en mi pecho.

jueves, 6 de diciembre de 2018

GRL PWR

Ella es real en un mundo donde todos parecen.
Ella tiene unas cuantas certezas
y un mar de dudas,
pero lo navega como capitana experta.
No hay iceberg que pueda con ella.
Ella sabe que los ojos tristes no son para siempre.
Ella da tanto amor
que a veces le falta a ella misma;
pero vuelve, siempre vuelve.
Ella es luna nueva, un renacer constante.
El ave Fénix fue su aprendiz.
A ella las alturas no la marean;
es aire puro que invita a ser respirado.
Ella atravesó huracanes
pero aún disfruta del viento.
Ella es sol que aparece
después de una semana fria y lluviosa.
Ella tomó algunas decisiones
que le dejaron un mal sabor de boca.
Ella se elige siempre
porque sabe mejor que nadie
lo que es estar a oscuras,
estirando el brazo buscando,
sólo para encontrar su otra mano.
Ella es simplemente ... poderosa.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Breves charlas desmotivantes.

Iba pensando en todo al mismo tiempo parado en el bondi, yendo a visitar a mis hijos. Mirando a un punto fijo. Mirando sin ver. De repente, una muchacha que iba sentada se levantó:

Jovencita: "¡Señor!"
Fer: ...
Jovencita: "¡Señor!"
Fer: ...
Jovencita: "¡SEÑOR!"
Fer: ...
Otra chica que venía parada al lado mio: (me toca el hombro) "Señor, lo llaman"

Un poco en shock porque no entendía bien eso de "señor", la miro a la jovencita:

Jovencita: "Ya me bajo, ¿quiere sentarse?"
Me senté indignadísimo.

...........

Amiga en el chat: "Amigo, te vi ayer ... tenés que volver al gimnasio."

¿Es necesario ser tan cruel?

............

Amigo en el chat: "Capo, te vi el otro día ... se te están volando las chapas ¿no?"

Otro sorete.

............

Volvía a casa en el bondi. Me levanté y encaré para la puerta del fondo. Estaba ya ubicado un pibe de la secundaria. Me mira. Lo miro. Hacemos contacto visual. Se hace hacia atrás.
Fer: "No, no puede ser tan turro"
Pibe: "¿Baja señor?"
Fer: "..."
Pibe: "¿Baja?" (me hace un ademán con la mano)
Fer: "Sí pibe, bajo ... gracias"
Bajé muy ofendido.

viernes, 30 de noviembre de 2018

Tenés que ser más ordenado.

Cuando era niño, las siestas eran sagradas. Eso ya lo saben. Mientras transcurrían los minutos hasta que el reloj marcaba la llegada de las cinco de la tarde, leía, dibujaba o me entretenía con mis juguetes. Leía mares de revistas, historietas y libros. Me acostaba boca abajo y me servía de no menos de seis publicaciones para leer.
Si dibujaba era más o menos lo mismo. Pilas de papel me ayudaban a crear mundos de fábula.
Y si jugaba, volcaba la caja de cartón que contenía los soldaditos, figuritas y autitos para armar todo un universo. Conectaba el comedor con el fondo de la casa. Literal.
Y cuando finalmente llegaban las cinco de la tarde, juntaba todo a las apuradas, metía todo en la caja para salir a jugar.

"¡Esperá! ¡Acomodá bien tus cosas! ¡Tenés que ser más ordenado!" - tronaba la voz de alguna de las mujeres de la casa de Bernarda Alba.

Volvía sobre mis pasos y de mala gana acomodaba los dibujos, los lápices, las revistas o los juguetes.
Cuando era la hora de entrar a bañar y después de una ardua batalla con mi abuela para que finalmente ingrese, post amenazas varias de varillazos, desparramaba la ropa en el pasillo. Y de nuevo: "¡Tenés que ser más ordenado!"

Tantas veces me lo dijeron que me hice ordenado. No al extremo pero ... ok, sí, al extremo. Tengo todo planificado en mi trabajo. Todo. Sé qué paso se va a dar durante los doce meses siguientes en todo momento. Organizo mis tiempos de manera metódica, aún para lo trivial.

De repente me encuentro del otro lado. Tengo a dos peques que se esmeran en convertir al hogar en un lugar asolado por un huracán a cada ambiente por el que pasan.
Y mi rol es el que era el de las mujeres de casa. Marcar la cancha.
El comedor y otros ambientes de casa son un desparramo de juguetes, libros y dibujos tal como cuando yo tenía la edad de ellos.
Cuando les toca bañarse hay que recolectar la ropa.
Y cuando hay que hacer la tarea la mochila es un caos.
Entonces me sale el pedido incorporado en mi ADN: "¡Chicos, tienen que ser más ordenados!"

Hasta que vuelven a su casa el domingo por la noche.
Y cuando regreso y me encuentro con juguetes en el piso del comedor, peluches en  mi cama, zapatillas desparramadas por otras habitaciones, muñecos debajo de la ducha y dibujos esparcidos por los ambientes de casa, ahí, cuando ya de las risas, llantos y peleas no queda ni el eco, en ese preciso momento en que me suben cincuenta nudos por la garganta, prefiero no ordenar nada. Al menos no de inmediato. Elijo ir a contrapierna de mi mandato de tener todo organizado.
Lo dejo para el lunes.
De ese modo siento que ellos se quedan conmigo un ratito más.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Micro charlas con la gringa.

Conversar con mi vieja puede terminar desandando por caminos imprevisibles. Sobre todo si voy a compartir una comida con ella. Tengo que estar preparado para lo inesperado. El último feriado almorzamos juntos y nos pusimos a ver una serie en Netflix.

Gringa: "Mirá cómo se droga ese"
Fer: "Sí ma"
Gringa: "¿Qué está tomando?"
Fer: "Cocaína ma, que no ves que la aspira"
Gringa: "Claro ... tenés razón ... ¿vos te drogaste alguna vez?"
Fer: "..."
Gringa: "..."
Fer: "No ma, cómo se te ocurre"
Gringa: "Pero te deben haber ofrecido ... como es tan común ahora"
Fer: "Ma tampoco andan ofreciendo como el heladero que anda en la bici a los gritos, falopa, vendo falopa"
Gringa: "Claro ... claro ... mirá qué rica que parece esa cerveza que está tomando ese infeliz"
Fer: "Si ... qué se yo"
Gringa: "¿Habrá alguien que no le guste la cerveza?"
Fer: "Y sí ma"
Gringa: "Siempre hay un boludo"
Fer: "La verdad que no sé qué decirte ma"
Gringa: "Ay ... le está pegando el infeliz ... mirá esa mesita de luz ... la ha roto ... qué linda que parecía"
Fer: "Ma ... te vas a fijar en una mesita de luz ..."
Gringa: "Bueno che, me fijo en lo que quiero ... qué jodido sos, con razón tu estado civil"
Fer: "¿Y vos? ¿Adónde está tu marido?"
Gringa: "Te estoy jodiendo zonzo ... ahora no te puedo hacer una broma che"
Fer: "Claro ... claro"
Gringa: "¿Y ahora no se te dio por tomar droga?"
Fer: "Ma ... qué obsesión con la droga che"
Gringa: "¿Tomás o no tomás droga?"
Fer: "Que nooooo"
Gringa: "A mi me podes contar, soy TU MADRE"
Fer: "Que noooo ... yo soy así, raro nomás"
Gringa: "Bueno, te voy a dar un escobazo llegas a tomar"
Fer: "Dios santo ... ¿podemos ver la serie?"
Gringa: "Qué se yo ... capaz que en viejo se te dio por tomar, puede pasar"
Fer: "Viejo las pelotas ma, viejo las pelotas"
Gringa: "Bueno, en grande, ¿está bien así señor adolescente?"
Fer: "No consumo ninguna droga ma ... no sé para qué te dije que veamos Narcos"
Gringa: "¿Vas a querer postre?
Fer: "No, dame un porro, con eso estoy bien."
Gringa: "Hacete el pícaro"
Fer: "Claro, yo no puedo hacer chistes"
Gringa: "¡Ay! lo va a matar al pobre"
Fer: "Ese es el malo ma"
Gringa: "¿No es el policía bueno?"
Fer: "No ... ¿ves? no le llevás el apunte a la serie y ya no tenés idea de quién es quién"
Gringa: "¿Vos pensás que yo soy zonza?"
Fer: "No ma"
Gringa: "¿No me puedo confundir?"
Fer: "Sí podés ... pero ¿podemos ver la serie? ¿por favor?"
Gringa: "¿Cuándo aparece el chapo Guzmán?"
Fer: "¡Qué se yo ma!"
Gringa: "Pucha, ya terminó el capítulo ... me voy a acostar un rato ... ojo con drogarte vos."

Y así finalizó mi almuerzo narco.

viernes, 16 de noviembre de 2018

Pétalos.

Nunca tuve margaritas en el jardín de casa. Ni mi vieja tampoco las tuvo jamás. Ni mi abuela. Había rosas, un montón de rosas (del color que busques), todas preciosas, pero llenas de espinas. Todo un presagio de mi vida amorosa. Y de las de ellas, porque a las tres nos fue como el culo. Al menos a mi hasta ahora, no tengo mucho por qué sonreir.
Quizás si hubiese tenido margaritas sus pétalos me hubiesen ayudado a saber a tiempo si él me quería o no me quería.
Quizás así la sangre no llegaba al río. Pero no hubo caso, finalmente el río se tiñó de rojo.
Díganme si alguna vez sienten más incertudumbre que cuando se enamoran. En ese momento en el cual empiezan a sentir algo por otra persona. Y cuánto necesitan algo objetivo de qué agarrarse. Una fórmula, una receta, una guía ... una margarita.
Pero no, ahí está una, librada a la buena de Dios, margarita en mano (ya que no hay flor, bienvenido sea un poco de alcohol), rezongando que ni para eso sirvieron las matemáticas que tanto me costaron aprobar durante toda mi vida.
¿Será que también me quiere? Más que pregunta termina siendo una tortura.
Así las cosas, resultó que no me quería. O quizás sí, pero a su modo. De un mal modo. Pero no quiero hablar de eso, me hace mal.
Me cerré, me negué, me juré no volver a caer nunca más en esta farsa del amor.
Sin embargo, acá estoy, buscando una maldita margarita por todos los jardines vecinos y no tan vecinos porque me he vuelto a enamorar y necesito saber con precisión matemática si él me quiere o no me quiere.
Soy un tanto terca. Siempre mi vieja renegaba con eso. Tan terca que fui hasta un vivero y me compré una maceta con una margarita.
Veremos qué sentencia la flor. Me quiere. Todo lo que me dice, me gusta. Desde sus buenos días hasta sus buenas noches. No me quiere. Esperá un poco, me estoy sintiendo muy a gusto con mi soledad. La disfruto. A veces me empañan los ojos la nostalgia, pero en general la disfruto. Me quiere. Por otro lado, no esperaba volver a sentirme así. Parezco una colegiala emocionada. No me quiere. No nos apuremos. Me siento super madura. No tengo por qué arruinar mi mejor momento.
Me quiere. Me sonríe, me abraza y chau. Me tiene. No me quiere. Todo muy lindo pero ...ojo con el desamor. Duele. Duele el alma y el cuerpo. Dan ganas de salir corriendo y a la vez de encerrarse y gritar y a la vez callar. Me quiere. Nunca me sentí tan a gusto con alguien. Siento que hablamos el mismo idioma. A veces basta una mirada. No me quiere. Tranquila. Todo bien con él. Parece buen tipo. Pero tu ex también parecía un buen tipo y ... ya sabemos bien cómo terminó todo. Se acabaron los pétalos. La única flor de la maceta dictó sentencia.
Soy un tanto terca. Bastante terca. Pobre mi vieja. Siempre haciendo la contra a todo, hasta incluso a lo evidente.
Acabo de hallarle forma de pétalo a un brotecito del tallo.
Me quiere.
Él me hace sonreir.
Estoy lista otra vez.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Las bendiciones en tiempos de crisis.

Los paseos con mis hijos no son siempre juegos en el parque, tomar unas achilatas viendo como las caras les quedan coloradas y pegoteadas, comer algodón de azúcar presenciando con absoluta impotencia como la ropa queda teñida de caramelo. No, a veces a los pibes hay que llevarlos a los juegos electrónicos.
En esas ocasiones, junto coraje y presupuesto para ver como en un suspiro ese presupuesto es pulverizado.
El fin de semana pasado fue una de esas ocasiones.
Acaricié unos billetes y ahí fuimos los tres. Al primer lugar que encararon fue al pelotero.

Fer: "¿Cuánto sale señorita?"
Señorita: "85 pesos la media hora"
Fer: "¿Para los dos?"
Señorita: "Por cada uno, 170 pesos en total."
Fer: "¿Por media hora?"
Señorita: "Así es señor"
Fer: "¿En serio? ¿Por cada uno?"
Señorita: "Tal cual, por cada uno."

En ese momento los miré y ellos me miraron como lo hacen las suricatas cuando salen de su refugio. Me resigné a ceder gran parte de mi presupuesto en esa media hora. Bueno, no estaba tan mal porque iba a tener media hora para descansar mientras esperaba a que salgan. Pero ...sucede que tengo un Lautaro.
Pasaron apenas diez minutos y mi Lautaro se presentó a mi lado:

Lau: "Hola papi"
Fer: "Lau, ¿qué hacés acá?"
Lau: "Me aburrí, quiero salir"

En ese momento adopté el criterio del querido humorista tucumano Miguel Martín, y puse la voz de Batman.

Fer: "Ya volvés al pelotero."
Lau: "Pero papá, me aburro"
Fer: "No me interesa, volvé"
Lau: "Pero papá ..."
Fer: "Pero papá nada chango, quedate sentado en el pelotero si querés, o sino ya nos volvemos a la casa, no me importa nada." (Ese "no me importa nada" va con énfasis y sin parpadear)
Lau: "..."
Fer: "Vaya papá, vaya" (palmadita en la espalda)


Lautaro volvió al pelotero a completar los veinte minutos restantes. Durante ese lapso cada tanto se acercaba a la puerta y me preguntaba si faltaba mucho, pero el objetivo fue logrado.
Terminó la media hora y acudimos a un juego que nos tragó el saldo de la tarjeta. Economía de guerra ... me fui como flecha para reclamar y la encargada nos devolvió el saldo.
Tuvimos tanta puntería que en el siguiente juego nos volvió a suceder lo mismo. Nuevamente me fui a reclamar.

Fer: "Señorita, nos volvió a pasar lo mismo"
Encargada: "Bien señor, ahora lo resolvemos ... a ver ... no, en este juego no va a ser posible, lo que puedo hacer es concederle otro juego distinto sin cargo, el que Ud. diga."
Fer: "¿El que yo quiera?"
Encargada: "Menos ..."
Fer: "Quiero los autitos chocadores" (dicho a toda velocidad, con desesperación y señalando)
Encargada: "Eeehhh ... está bien"

Se subieron los pibes y bueno, sucede que tengo un Lautaro.

Lau: "Pa, no llego al pedal"
Fer: "¿Puedo subir yo también sin cargo con el nene?"
Encargada: "Y bueno ... sí" (con carita de resignación)

De más está decir que nos reímos un montón chocándonos bien a lo bruto. Los juegos con las bendiciones distan de ser suaves. Es nuestro estilo, nuestra marca registrada, somos intensos.

Ahora bien, que esperen al aguinaldo para la próxima visita a los juegos.

viernes, 26 de octubre de 2018

Te espero.

No solo yo te espero. Te espera cada rincón de mi casa. Te espera la alfombra de la puerta para besar tus pies. Te esperan mi comedor, mi baño y mi dormitorio.
Te espero para cocinar para vos esta noche. Y para luego hacerte el amor. O viceversa, el orden de los factores no altera el producto. O tal vez sí ... pero sería bueno que lo descubramos juntos.
Te espero para que dejes de ser mi pensamiento más recurrente y veamos si mis sueños no mienten.
Los que nos conocen dicen que hay química entre nosotros. Lo que ellos no saben es que se quedaron cortos. La currícula será mucho más amplia.
Entre nosotros habrá física, matemática, lengua, anatomía, pintura y geografía.
Es que pienso explorar cada punto cardinal de tu cuerpo, pintarte entera con mi lengua, recorrerte con mis manos, disfrutar de la plenitud de ambas sonrisas, encontrar los espacios exactos donde surgen tus cosquillas menos inocentes, penetrarte con mis pensamientos y finalmente estar dentro tuyo y congelar ese momento para siempre en nuestros recuerdos.
Ansío encontrar el perfume que te regalé sobre tu piel para luego dejar el mio sobre tu cuerpo.
Y cuando nuestras energías se hayan mezclado, para cuando ya hayas cruzado tu pierna sobre las mias y apoyes tu cabeza sobre mi pecho, para entonces por favor no pienses en irte. Al menos no aún.
Esta noche la lluvia toca para nosotros.
A todo lo que te digo en estas líneas lo dejás en mis manos. Pero al amanecer, ya lo dejo en tus labios.

Lo mejor.

Todos tenemos un favorito en distintos rubros de la vida. Libros, películas, salidas, etc.
No me gusta ser pretensioso, nunca me gustó jactarme de citar a un autor célebre, a una película iraní, a un director de cine japonés o un restaurante cinco estrellas michelin.
Siempre termino volviendo a lo simple, porque es ahí donde finalmente me encuentro.
Mi libro favorito de todos los tiempos no es de un autor ganador de un Nobel ni tampoco fue un best seller. El mejor libro que tuve en mis manos se llamaba "Cuentos para todo el año". Era un libro que tenía 365 cuentos infantiles. Era de tapa dura, color verde, con dibujos de fábulas en la tapa y en la contratapa.
Lo leí tantas veces que me sabía de memoria cada historia. Me lo regalaron apenas empecé a leer. En las siestas me sumergía en ese mundo de fantasía. Jamás respeté el orden del calendario. Ya la primera vez me leí todos los cuentos en una sentada.
Como todo lo que tuve, mi vieja en algún momento lo regaló. No sé a qué manos habrá llegado, pero cada vez que en una librería encuentro algo parecido es inevitable que la nostalgia me pegue de lleno.
Mi viaje favorito no está conformado por playas paradisíacas ni por joyas arquitectónicas ni por metrópolis. Yo estaba de visita en San Salvador de Jujuy, al norte de la Argentina por trabajo. El tiempo estimado de la tarea era de tres días, pero terminé todo en dos. Me sobraba tiempo. Decidí darme una escapada a Purmamarca, un pueblo que está en la puna jujeña, adornado por el Cerro de los Siete Colores. Mi cabeza explotaba en ese momento, me sentía absolutamente perdido.
Fue en ese pueblo pequeño, sentado en la plaza, escuchando tocar una flauta a un pibe de la zona, mientras corría una brisa ideal, donde empecé a encontrarme conmigo mismo. No tengo registros fotográficos de ese día. Todo está en mi mente. Esa sensación de paz, esa primera vez en paz, no la olvido más. Definitivamente Purmamarca es mi lugar en el mundo.
Mis películas favoritas son un montón. No terminaría más de escribirlas. No suelen agradarme las películas ganadoras de premios, muchas veces me parecen aburridas.
Mis cantantes favoritos también son muchos y cada día encuentro un favorito nuevo.
Me gustan las películas y las canciones que me transmiten una o más emociones.
Tengo aromas favoritos. El de pan caliente, el de las empanadas a punto de salir del horno, el de la tierra recién mojada, el del aire que trae tormenta, el de las tostadas, el de primer mate, el de las primeras bocanadas de aire puro en el fondo de casa.
Hay en mi vida personas favoritas. Algunas de ellas ya no están. Hay risas, caricias, lágrimas, besos y miradas favoritas. Algunas son memoria.
Pero muchas están y otras se suman a mi vida.
Definitivamente, soy un tipo afortunado.

viernes, 19 de octubre de 2018

El hijo del matriarcado.

En el recuerdo más lejano que tengo con mi vieja estamos acostados en la cama que compartíamos, ella leyéndome una historieta o un cuento y yo escuchando atentamente. Debo haber tenido unos cuatro años.
Ella estaba cansada e intentaba saltearse alguna hoja pero yo siempre me daba cuenta y le decía que se había pasado una página. Mi vieja seguía leyendo mientras yo le pellizcaba el codo y me dormía.
Era un ritual diario, cada vez que las guardias del hospital y del sanatorio donde laburaba se lo permitían.
La Gringa laburaba en dos partes, asi que tenía poco tiempo para compartir con ella. El resto del tiempo estaba con mi abuela, la Maga. Los nombres de todas las integrantes de la casa de Bernarda Alba empiezan con un artículo.
La Gringa me llevó al colegio los primeros años. Salíamos super temprano y la acompañaba al hospital. Yo me quedaba sentado en un rincón de la oficina viendo como ella acomodaba la jornada, definiendo las tareas del resto de las enfermeras. Porque ella era la jefa. Ponía orden en el hospital, en el sanatorio y en la casa. Era la puta ama mucho antes de que exista Messi.
Una vez que definía la jugada, me llevaba al cole, que quedaba a unas cuantas cuadras del hospital. Me daba un beso y me dejaba ahí.
A la salida pasaba la Maga a buscarme. Una vez a la semana hacíamos una escala técnica en el viejo mercado de Abasto. Ese lugar hoy es un shopping y tiene un hotel de esos internacionales, pero en esos años era un lugar lleno de puestos de verduras, frutas y carnes varias.
Salíamos con bolsas llenas y nos íbamos a la casa.
El almuerzo estaba a cargo de la Maga, que ya estaba empezado antes de que ella salga a buscarme. Las porciones siempre eran abundantes y nunca faltaba la sopa. En casa siempre había olor a comida. Siempre. La sopa, junto a los guisos y las verduras eran motivo de eterna discusión en la mesa. Aprendí a comer de todo a medida que fui creciendo pero admito que la Maga la pasaba brava conmigo.
Bravo como cuando me hice el muerto. Hagamos un paréntesis en la historia. Un día sábado decidí que iba a ser muy gracioso ponerme un poco de salsa de tomate en la comisura de los labios y aguantarme la respiración en la cama de ella con la mirada perdida. La Maga se desmayó. O como cuando le cambié los fósforos que tenía para encender velas para sus santitos por raspafósforos. Sí, la hice renegar bastante. Pero lo compensó siempre con unos hermosos varillazos con las ramas del siempreverde que teníamos en la vereda, previa persecusión por la casa.
Después de almorzar, llegaba la Consuelo con una pila de historietas, revistas y libros que canjeaba todos los días cuando salía de su trabajo.
Eso era lo mejor del mundo para mi. Ese instante en el que elegía el orden en que leería todo para luego acostarme en el piso del living a devorarme los regalos.
A la tarde salía a jugar, porque a la siesta andaban el viejo de la bolsa y las gitanas y le gastaba las rodillas a los pantalones largos en el invierno jugando a la pelota y en el verano me gastaba mis rodillas.
Era la Chicha la encargada de remendar la ropa y de hacer los ruedos de los pantalones. Casi todos mis pantalones largos tenían rodilleras y muchas camisetas y camisas tenían remiendos en los codos.
La encargada de curar las rodillas peladas era la Gringa y en esos años no existían desinfectantes amables con los niños. Todo ardía, todo era amargo, todo dolía.
Para mi siempre fue más sencillo celebrar el día de la madre porque tenía más de una mamá.
El lío era el día del padre, que era algo extraño para mi.
A la Maga le mandaré un beso y una sonrisa al cielo. Se lo ganó conmigo en un 99,9%.
Al resto de las integrantes, ya veré qué les compro. Lo que sea, va a ser nada comparado con todo lo que me dieron

lunes, 15 de octubre de 2018

Vengo a cantar las cuarenta.

Las líneas que siguen a continuación poco tienen que ver con las que tenía pensadas hace unos días atrás.
Estoy al borde de los cuarenta años de edad. De hecho, los cumpliré mañana, martes 16 de octubre de 2018. Y no, no estoy atravesando la famosa crisis de los cuarenta. A esa crisis ya la pasé a mis cinco años. Era un señor en envase pequeño.
Sí, cuarenta. Y ya lo sé. Soy mayor de lo que mis acciones aparentan.
Digamos la verdad, el envase no se desarrolló tanto. La genética y los deportes practicados hicieron lo que pudieron.
Bien, nos pongamos serios por un rato.
Estoy en una etapa donde me aferro a cuestionar todo. Y a cuestionarme mucho. Me aferro a la duda, esa bendita semilla que me obliga a buscar respuestas.
No creo en definiciones, no quisiera definirme. Eso implicaría ponerme límites, perder la libertad y nada detesto más que perder la libertad.
Me niego a permanecer estático, repetitivo, casi moribundo. Necesito estar con gente que me motive o hacer cosas que me activen para evitar aburrirme.
Y hablando de eso, en este ámbito, escribiendo, es quizás uno de los espacios donde más auténtico me muestro. La cuestión es que creo que sigo escribiendo por amor al hombre que aún no soy.
A esta altura de mi vida aprendí algunas cosas.
Aprendí que mi vida cabe en ocho bolsas de consorcio. Y para que no queden dudas, lo aprendí dos veces.
Al fin y al cabo, todo lo demás son solamente cosas. No quiero menospreciar lo material, no confundan mi punto de vista con falta de ambición, nada de eso. Pero, las cosas más importantes de la vida paradójicamente no son cosas.
Hay muchas otras cosas que pensaba de pequeño que iba a lograr y hoy me encuentro aceptando que no todo sucede como uno espera.
No conseguí ser el mejor en nada. Se que no soy precisamente un ejemplo de coraje. Hice mal muchas cosas. Ni siquiera me sentí un héroe anónimo. Dudé mucho de mi mismo y la paz se divorció de mi conciencia en muchas ocasiones. Y tengo también heridas que aún no pude cerrar.
Tengo miedos, como todos. Algunos muy banales y otros que me hielan la sangre:
Tengo miedo a olvidarme del vencimiento de la tarjeta.
A que el cajero me trague la tarjeta de débito antes de un fin de semana largo.
A perder una valija. O todas.
A perder las llaves de la casa.
A ser más o menos.
A sobrevivir a mis hijos.
Cada vez que reflexionaba sobre mi vida concluía que tenía todo. Y no me refiero (nuevamente) a cuestiones materiales, salvo por mi casa. El concepto de "todo" alcanza a tener salud, un trabajo que me permite cubrir las necesidades de mis hijos y las mias, ciertas comodidades, personas que me quieren bien y tengo a mis hijos, que son buenos chicos y están sanos. Sí, cada vez que alguien me preguntaba por ellos yo solía responder eso: son buenos chicos y están sanos.
Y acá viene el factor que determinó un cambio drástico en el sentido de estas líneas. La salud de Lau se resintió y mañana, el día que cumpliré cuarenta años, tendremos los resultados de sus análisis. El pronóstico por ahora no es bueno, pero la esperanza de que el asunto no sea tan serio no la pierdo.
Mientras tanto. me encuentro aferrándome a la escritura para sostenerme.
Mis hijos tienen sueños a pesar de su corta edad.
Lautaro sueña con tocar la batería como Jonathan Moffett, el ex baterista de Michael Jackson. Quiere tirar pasos como el rey del pop. Y quiere volar en avión del lado de la ventanilla para ver todo chiquito desde arriba. Quiere escalar una montaña y nadar en el mar.
Lucía sueña con tener un refugio para animales sin dueño. Y no entiende por qué la gente dice cosas hirientes. Quiere volver a la playa para atrapar moluscos y cocinarlos para mi.
Y yo, yo sueño con las mismas cosas desde que ellos llegaron a mi vida. Cada 16 de octubre, soplo velas pidiendo deseos para ellos.
Asi que mañana no será la excepción.
Mañana más que nunca, mi deseo será que sigan siendo buenos chicos y que, por favor, estén sanos.

martes, 2 de octubre de 2018

Mateo.

Yo tenía doce años. Como todos los días al salir del colegio bajaba por calle Santiago y me quedaba a esperar el 3, que me iba a llevar a casa.
En esa esquina de Santiago y Avenida Avellaneda había un almacén, de una familia de apellido Otermin en la cual vendían unos sanguches de mortadela memorables.
Pero esa no es la historia que quiero compartir con ustedes.
En esa parada era el único de mi grado que iba a tomar el bondi. Pero no estaba solo. Ese último año de la primaria iba por supuesto más gente, era una parada concurrida. Pero especialmente estaba Mateo. Mateo tenía mi edad, pero tenía un leve retraso madurativo. Él salía de una escuela especial y un día, de la nada se me acercó y se puso a conversar conmigo.
Mostraba cierta dificultad para hablar, pero se hacía entender.
Mateo nunca me llamó por mi nombre a pesar de que se lo dije un montón de veces. Para él yo era simplemente "el amigo".
Subíamos al bondi y nos sentábamos al final, donde prácticamente asistía a un monólogo de Mateo. Él hablaba y hablaba sin parar. Uno de sus temas favoritos eran las fiestas de cumpleaños. Cada tanto me contaba fascinado sobre algún cumple al que había sido invitado.
Y soñaba por supuesto con el suyo, al que prometía invitarme.
En ese bondi al que subíamos, una parada más adelante subían un grupito de chicos de otra escuela. No eran buenos pibes, solían hacer comentarios despectivos hacia Mateo, lo que me molestaba pero jamás me atreví a decirles nada, ya que eran más grandes y sinceramente, yo les tenía miedo.
Intentaba por todos los medios instalar un tema de conversación para que Mateo no se sienta mal.
Así transcurrió gran parte del año. Mateo y yo charlando al final del bondi y estos chicos burlándose, situación que a él, parecía no importarle absolutamente nada.
Pero, muchas situaciones tienen un pero.
Un día cualquiera, que parecía no tener nada de especial, los chicos que se reían de Mateo se disponían a bajar del bondi. Lanzaron un comentario hiriente y de repente, cuando el bondi se detuvo Mateo hizo algo inesperado; levantó su pie ubicándolo entre las piernas del último pibe que iba a bajar y provocó una avalancha humana.
En ese momento los vi a estos pibes apilados uno arriba del otro sobre el césped de la vereda, mirando con furia mientras algunos pasajeros reían y el bondi arrancaba.
Mateo simplemente sonrió y me dijo:
"Amigo, mañana subimos al bondi en otro horario."
Mateo era sin duda, más valiente y más pícaro que yo. Me dio un par de lecciones en un segundo.
Terminó el año lectivo y las integrantes de la casa de Bernarda Alba me cambiaron de colegio. No volví a saber de Mateo nunca más. Y por suerte, tampoco de los pibes que lo molestaban.

A vos Mateo, a vos te dedico estas líneas.
De corazón, tu amigo.

lunes, 1 de octubre de 2018

Feliz martes Raúl.


El desenlace:
El celular vibraba con insistencia. Ella solía dejarlo en silencio cada vez que estaba con un cliente. Finalmente abandonó el submundo en el que estaba absorta y su mente reaccionó, para atender la llamada:
Rita: “Hola … no corazón, hoy estoy trabajando con clientes a domicilio, fijate que seguro dejé un cartelito en la puerta de la peluquería … claro amor, mañana a las 10 de la mañana ya estoy abriendo … dale, te espero mañana entonces … bárbaro, nos vemos, chaucito.”
Dejó el celular sobre la mesa del comedor, teñido de sangre, para volver a quedar atrapada mentalmente por lo que acababa de suceder.
Génesis:
Magalí y Rita son amigas desde que tienen memoria. Sus familias se mudaron al barrio de Las Flores el mismo año, cuando ellas aún eran bebés.
Si tuviesen que hacer un recuento de momentos compartidos, deberían recurrir a oyentes muy pacientes. Había otros niños en el barrio, claro. Pero la amistad entre ellas jamás se quebró. Ellas están unidas por los primeros juegos de la infancia, por árboles trepados, por robarle nísperos a la vecina de al lado de la casa de Rita, por timbres tocados y corridas alocadas, por pijamadas, por cumpleaños, navidades, comuniones, confidencias de primeros besos y de primeras veces, salidas a comprar ropa y préstamos infinitos de prendas y libros, salidas a boliches y regresos en taxi, vacaciones a la montaña y a la playa también. Conformaron una sociedad irrompible, lo que una no lograba hacer, la otra lo hacía por ambas. Una simbiosis potente donde Rita era la fuerte del dúo.
No fue de extrañar entonces que Rita sea la madrina de honor en el casamiento de Magalí y Raúl.
Raúl nunca le agradó a Rita. Y el sentimiento era notoriamente mutuo. Algo no le cerraba con ese grandote buenazo, siempre predispuesto para ayudar a todos, con la sonrisa siempre a flor de boca … tan atento … tan …  tan excesivamente tanto.
Rita no sabía querer a medias. Así que cuando tenía que exprimir sus verdades no tenía límites. La primer catarata de verdades contenidas fue lanzada cuando vio el primer moretón:
Rita: “Amiga, ¿qué te pasó en el brazo?”
Magalí: “¿Dónde?”
Rita: (tomándole el brazo) “Acá amiga, tenés flor de moretón, ¿qué te hicieron?”
Magalí: (sacudiendo el brazo hacia atrás) “Nada Rita, choqué con la puerta de mi dormitorio.”
Rita: “A ver amiga, te conozco de toda la vida, me podés decir qué te hizo. No lo permitas, ¿acaso no te querés?”
Magalí: (con cara de fastidio): “Me enferma cuando te ponés así de intensa, me di un golpe con la puerta, soy una tarada … estaba sin los lentes … no me jodas.”
Rita: “Voy yo a pegarle dos gritos.”
Magalí: “¡No! No te metas … ¡qué mala costumbre que tenés che!”
Magalí empezó gradualmente a modificar su vestimenta. Se cuidaba de cubrir sus piernas, sus brazos y sus ojos verdes con amplios lentes de sol que usaba aunque las nubes inunden el cielo. Una oportuna conjuntivitis los explicaba siempre.
La transformación de Magalí incluyó a sus habituales salidas, las que quedaron reducidas a sus clases de pilates, único desahogo permitido. Los encuentros entre las amigas se distanciaron. Magalí ya no iba a tomar mates a la peluquería de Rita.
Vecina: “Che Rita, ¿y tu amiga Magalí? Hace mucho que no se la ve por acá.”
Todos sabemos que las peluquerías son el punto neurálgico de las habladurías. Allí es donde los chismes nacen o se multiplican. Pero jamás mueren.
Rita: “Maga anda ocupada con sus clases de pilates.”
Vecina: “Bueno, pero no tiene clases todos los días … y ella es ama de casa y no tiene hijos aún … para mi el problema es el marido ... algo pasa.”
Rita: “¿Te gustan con cedrón los mates querida?”
Rita sabía que nada bueno pasaba en casa de Magalí. Claro, quién más que ella podía saber que el problema se llamaba Raúl. Pero jamás incluiría a su amiga de toda la vida en los radiopasillos del barrio de Las Flores.
El trato entre ellas, si bien había disminuido, no desaparecía del todo. Rita iba una vez cada dos meses para cortarle el pelo y regularmente intercambiaban mensajes por whatsapp.
Magalí ya no era la chica con chispa que Rita había conocido. Pudo ver como su amiga empezó a lucir como una estrella apagándose lentamente. Una zombie sin saberlo. Ya no escuchaba sus carcajadas estruendosas ni su voz alocada contando sus ocurrencias. Magalí vivía para su casa y para Raúl. O mejor dicho, para Raúl y para su casa. En este caso, el orden de los factores sí altera el producto.
En el fondo Rita no podía esconder su molestia con Magalí. Por qué no se dejaba ayudar, por qué no abría los ojos … se llenaba cuestionamientos hacia su amiga. Esa molestia empezaba a transformarse en rencor hacia ese hombre que estaba matando en vida a su amiga.
Y Rita sabía que Magalí era incapaz de cortar con Raúl. Magalí era la presa predilecta, esclava perpetua de un hombre que no iba a cambiar jamás. Rita tomó el toro por las astas, decidió hacer cumplir y respetar la ley que la hermanaba con Magalí: lo que una no lograba hacer, la otra lo hacía por ambas. Había un solo modo de salvar a Magalí.

Rita: “Amiga, vos sabés que contás conmigo, ¿cierto?”
Magalí: “Sí amiga, lo sé.”

Rita fue ese martes por la tarde a la casa de su amiga cargando su bolso con los materiales de peluquería. Después de tocar el timbre vino a su mente el recuerdo de ellas corriendo con todas sus fuerzas después de molestar a Doña Mecha, la vecina gruñona que las corría del frente de su casa con la escoba. Fue Raúl quien le abrió la puerta. Rita no pudo disimular su fastidio. Ella no sabía odiar a medias.
Raúl: “Rita … ¿qué querés?”
Rita: “Vengo a cortarle el pelo a mi amiga Raúl.”
Raúl: “Rita no volvió de su clase de pilates, le quedará una media hora.”
Rita: “¿Puedo esperarla adentro por favor? Está muy fuerte el sol.”
Raúl hizo una mueca de desagrado pero le cedió el paso. En la casa la luz estaba ausente. Era como entrar a un centro gris de energía negativa. Rita sintió un escalofrío.
Rita: “Raúl, ¿querés que te corte el pelo a vos hasta que llegue Magalí?”
Raúl: “Bueno, por qué no … de paso me ahorro tener que ir al peluquero … porque no me vas a cobrar, ¿verdad?”
Rita: “Ay Raúl, cómo se te ocurre, vení, sentate, ya preparo todo.”
Raúl se sentó y Rita le colocó el plástico para cubrirlo y proteger la ropa de los cabellos cortados. Lo peinó. Raúl tocó la pierna derecha de Rita y empezó a subir su mano despacio hasta detenerse en el muslo.
Rita: “Raúl, sacá ya tu mano de ahí.”
Raúl: “Qué pasa … ¿acaso no querías esto? … todas quieren lo mismo … son todas iguales … son todas putas …”
Raúl no pudo seguir hablando. Las tijeras de Rita se incrustaron en su yugular. La sangre oxigenada ya no podía llegar a su corazón. Intentó pararse, se dio medio vuelta, abrió grande sus ojos mientras sostenía las tijeras, para ver espantado como su sangre regaba el comedor. Vio venir a la muerte, vestida de mujer. Finalmente cayó desparramando su metro noventa en el piso de parquet.
Raúl murió con su sangre corriendo como único testigo.
Si bien era la primera vez que Rita mataba a alguien, descubrió que tampoco era buena para matar a medias.
Se sentó donde estaba Raúl hasta hace unos instantes, cerró sus ojos y respiró profundo.
En ese instante Magalí cruzó la puerta de casa, donde estuvo esperando todo el tiempo hasta que Rita haya terminado lo que fue a hacer. Se paró frente a Raúl, que seguía abriendo grandes los ojos y boqueaba intentando respirar, cada vez con menos éxito.
Magalí: “Feliz martes hijo de puta”.
De repente, el celular de Rita empezó a vibrar.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Pequeños sucesos que me llenan el corazón.

Despertarme en medio de la noche y ver que falta mucho para que suene la alarma.
Desayunar mientras leo las noticias.
Abrir el ventanal que da al fondo de casa y respirar profundo.
La vista a los cerros que tengo desde casa.
Llegar a tomar el bondi a tiempo.
Sentarme solo en el bondi.
Ser el primero en llegar al trabajo.
Organizar el resto del día antes de que lleguen mis compañeros de oficina.
Tomar mates.
Saber que di lo mejor de mi en el trabajo.
Caminar mucho.
Que un niño me sonría.
Recibir un mensaje con palabras lindas.
Que ratifiquen esas palabras con hechos.
Jugar con mis hijos.
Ayudarlos a hacer la tarea.
Ayudarlos a elegir la ropa que se van a poner.
Dormir con ellos, sentir su aroma.
Despertar y abrazarlos.
Sentirlos conmigo ...en este instante.
Cocinar para las personas que quiero.
Cocinarme para mi solo.
Escribir algo y que me guste cómo quedó.
Conectar con las personas.
Conocer gente.
Descubrir canciones.
Aprender algo nuevo.
Verla. Quince minutos, pero verla.
El perfume a azahar que inunda San Miguel de Tucumán cuando se aproxima la primavera.
Saborear un buen vino.
Saber que pude ayudar a alguien.
Contestar bien las preguntas de los programas de la tele antes que los participantes.
Encontrar plata en un bolsillo.
Que el chófer del bondi me abra la puerta en un semáforo.
Reir. Reír fuerte.
La risa con ojos chinos de mi hijo.
Los abrazos con suspiros de mi hija.
El sarcasmo de mi vieja (sí, lo heredé de ella)
Las charlas que no dan ganas de finalizarlas.
Un beso. O dos. O un montón.
Caminar tomados de la mano.
Una feria de comidas.
Sentirme bien querido.
El abrazo de un amigo.
Dormir tranquilo.
Sentir paz.
Agradecer.
Cambiar de opinión.
Una buena peli.
El helado de chocolate.
Estar vivo.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

De maestros y otras yerbas.

Ya antes del jardín de infantes empecé a desarrollar mis dotes de autodidacta. Hartas las integrantes de la casa de Bernarda Alba de mis pedidos para que me lean todo, cansado yo de depender de ellas, aprendí a leer por mi cuenta. Lo primero que leí fue una historieta del diario.
Así llegué al jardín, sabiendo leer, sabiendo contar hasta mucho bastante, y poco tolerante.
No recuerdo mucho de mi maestra de jardín. Ni siquiera me acuerdo de su nombre. Pero no olvido que todas las semanas me castigaba obligándome a sentarme al lado de una nena. Sí, están leyendo bien. El motivo del castigo era que le decía que me aburría. Sí, siguen leyendo bien.
Obviamente jamás me hizo pasar a la bandera. Pasó hasta el pibe que comía mocos.
Salí de ese inframundo en que no hice más que sentirme incomprendido y llegué a manos de la seño Teresita, mi maestra de primer y segundo grado.
Una genia. Ella me tuvo una super paciencia y supo guiar mi ansiedad por aprender todo ya. Pero hay un momento que tengo grabado en mi memoria. Una vez estaba haciendo carreras con un compañero del grado. No, en el patio no. Sobre los escritorios del grado. Yo iba ganando, pero presagiando una vida plena de éxito cuando me faltaba un escritorio le erré y mi mandíbula dio en un extremo de la mesa de metal. Conclusión ... sangre por todos lados. La seño Teresita me llevó a un sanatorio cercano y mientras me cosían me sostuvo la mano.
Ese gesto lo tengo super presente.
Pero hay otro momento con la seño Teresita que tengo que compartir con ustedes, pero será más adelante dentro de este relato.
En tercer grado me esperaba la seño Elvira. Sí, Elvira, ya su nombre era una profecía de maldad infinita. Estoy exagerando, pero era brava. Intimidaba. Una vez nos avisó que al día siguiente nos iba a tomar tablas. Yo tenía tanto miedo que cuando me tocó y respondí bien sentí un alivio tan grande que fue como ganar el telekino. Pero cuando nos tomó verbos no tuve tanta suerte. Yo estaba sentado al lado de Pablito. Y la seño Elvira se acercaba ... hasta que finalmente llegó.

Seño Elvira: "Usted (señalando a Pablo), dígame un verbo"
Pablito: "Llover"
Seño Elvira: "¡Burro! ¿Cómo llover va a ser un verbo? ¿Acaso usted llueve?"

La seño Elvira me miró y lanzó:
Seño Elvira: "Usted niño, dígame un verbo"
Fer: "Llovizar"

Sí, para ustedes es gracioso. Y para el resto del grado, inclusive para Pablito, también lo fue. Para mi no. Tuve que pasar al frente a conjugar diez verbos.

En cuarto y quinto tuve que padecer a la señorita Senda. Ella no tenía ninguna reserva en ocultar su desagrado hacia mi por vaya uno a saber qué cosa. Yo sacaba las mejores notas pero siempre quedaba relegado en todas las actividades. Fueron dos años bastante largos. En medio de ese período, una vez sucedió una travesura. No fui yo el culpable mal pensados. Pero estaba dentro del listado del sospechosos. Estábamos al frente diez pibes, al mejor estilo de rueda de reconocimiento policial. La seño Senda decidió que recurriendo a la seño Teresita iba a poder descubrir al culpable. De todos modos, la seño Teresita nos conocía muy bien a todos. Eso pensé yo, que ella me iba a sacar de la lista de sospechosos ni bien cruce la puerta del grado. Pero no, quedé dentro de los tres finalistas y recién ahí ella pensó que yo no podía ser. Sentí, quizás por primera vez en mi vida, que mi corazón se rompía.

Hagamos un paréntesis. En las materias especiales desfilaron un montón de maestras y maestros. Pero tengo que detenerme en una. La señorita Robles, maestra de actividades prácticas, la gran emisora de notas en el cuaderno de comunicaciones quejándose de mi nula predisposición para hacer la tarea. "Para qué me va a servir eso", "eso es cosa de mujeres" (no se asusten, el machismo no me duró mucho), "la señorita me odia". Todos esos argumentos eran usados por mi para rebelarme.
Pero, fui amenazado por la Gringa. Daba la casualidad que la seño Robles era amiga de una de las integrantes de la casa. Otra muestra más del éxito de mi vida. Bien, aprendí a pegar botones, a hacer muebles con broches, pescaditos con papel glasé y portamacetas con soga.

En los dos últimos grados tuve a las dos seños Silvia. Entre ellas se repartían las cuatro materias básicas. Ambas fueron super buenas conmigo y también se armaban de toda la paciencia para contener mis vaivenes emocionales y mi motivación o la falta de ella.

En la secundaria tuve a mil profesores. Unos pocos me marcaron para bien. Del resto no recuerdo ni el rostro. En esos pocos se notaba pasión. Y me quedo con eso. Con esas energías del que trabaja de lo que ama.

Luego, la vida hace que te encuentres con maestros en distintos órdenes. No voy a hacer incapié en ninguno/a en especial. No ahora al menos. De cada uno de ellos me quedo con lo bueno.
Con lo que quiero y lo que no quiero para mi vida. Con lo que debo hacer y lo que no.

Pero no quiero cerrar este posteo sin dedicarle unas palabras a mi enfermedad, gran maestra, que me sacó de la órbita para que me enfoque en reordenar mi vida, en barajar y dar de nuevo, en intentarlo y equivocarme. Equivocarme con ganas, hacer las cosas mal hasta el fondo y volver de abajo para seguir intentando. A ella, a mi enfermedad le debo mi vida paradójicamente. Sin ella yo sería sin duda un ente sin gracia, muerto sin notarlo.

A todos mis maestros y maestras, gracias por guiarme hasta acá. Es lo que hay. Pero le echo ganas.

jueves, 6 de septiembre de 2018

Yo creía.

Cuando era niño y dormía en la misma cama de mi vieja, esa cama de una plaza, en ese dormitorio había colgados algunos cuadritos. Tengo un grabado, era un rectángulo de cerámica de unos 10 centímetros por 20. Tenía estampado un dibujo de una mujer y un niño, sentados sobre un planeta, sonriendo.

Fer: "Ma, ¿quiénes son los del dibujo?"
La Gringa: "Esos somos nosotros dos. Yo fui a buscarte a ese planeta y te traje conmigo."

No, mi vieja no fumaba nada raro, salvo unos Benson & Hedges negros que cada tanto pitaba. Simplemente a pesar de hacerse la dura, tenía sus vetas tiernas.
Yo creía ciegamente en esa historia. Que estaba solo en un planeta perdido en la vía láctea y que mi vieja fue a buscarme para que esté con ella.

También creia que cuando crezca, iba a recibirme de médico e iba a ser compañero de trabajo de ella.

Yo tenía algunos rompecabezas. Me gustaban los desafiantes, mientras más piezas, más me empecinaba en armarlos. Había un amigo de la familia que adoraba acercarse cuando estaba a punto de completarlos y desarmarlos del todo. Yo lloraba porque creia que eso era lo peor que me podía pasar en mi vida.

Mi tío José, tío abuelo en realidad, me pasaba su barba brotada por mi rostro y me auguraba que de inmediato me iba a crecer la barba. Yo gritaba espantado y salía corriendo hasta el dormitorio de mi abuela, para pararme frente al espejo de su placard y me quedaba un buen rato, para asegurarme de que mi rostro seguía lampiño.

Mi abuela me cocinaba mientras yo hacía reposo por una hepatitis en mi infancia. Hacía unas albóndigas que eran más ajo que carne. Según ella, eso era comida de dieta. Yo le creía. Desde entonces aprendí a amar al ajo. El ajo puede que sea un maloliente estando crudo. Pero desde ese momento, desde que está desnudo frente a vos, cuando te decidís a incorporarlo a un menú, tiene la enorme amabilidad de mejorar todo lo que toca y a la vez mejora él mismo. Me encanta verlo desde ese punto de vista.

En las noches de verano, mientras cenábamos, me sentaban al lado de la ventana que daba al jardín del frente de casa y en la ventana se pegaba una ranita verde. Yo le tenía pánico. De eso se aprovechaban en la casa de Bernarda Alba para hacer que tome la sopa. O la tomaba o la rana me mordía. Ah, la rana tenía bigotes. Yo creía ciegamente en eso.

A la siesta no podía pisar la calle, porque iba a ser secuestrado de inmediato por el viejo de la bolsa. Era muy loco, todos sabían que había un viejo depravado cargando una bolsa donde metía niños y se los llevaba pero el tipo no era buscado por la policía. Yo creía en esa historia de punta a punta.

Teníamos en casa un salero con forma de un rostro de un anciano que sonreía. Nada tétrico, era simpático. "Ese es tu padrino" me dijo una de las integrantes de la casa. No recuerdo quién fue. Pero para mi, era mi padrino. Yo creía.

Por las noches, si no me iba a la cama temprano, corría el riesgo de ser secuestrado por la bruja paratuja. El barrio sin duda estaba siendo acosado por una plaga de secuestradores.

Desde la cuadra donde vivo se puede ver la cima del cerro San Javier y por las noches despejadas se pueden ver las luces de las edificaciones. Eso puede ser apreciado en cualquier momento del año. Pero en la semana previa al día de Reyes, para mi esas luces eran de los reyes magos que venían bajando el cerro con sus regalos.

Cuando era chico y subía al Chevy amarillo de mi padrino, sentía que estaba en una nave espacial. Ese auto era un toro, no lo frenaban ni las calles de tierra enlodada del campo. Yo creía que ese auto era inmortal.

Y vos ... ¿en qué creías?

lunes, 3 de septiembre de 2018

Giros.

Voy a empezar por admitir que cometí un error. A la página de BENDITO en facebook estuve subiendo frases sueltas escritas en mis anotadores y no las compartí en el blog.
A veces puedo ser bastante lento.
¿A qué viene el mea culpa?
Viene al caso de que siento la necesidad de ir virando las intenciones de mis publicaciones. Necesito escribir más cuentos que historias personales. No voy a dejar de compartirlas; cada tanto alguna historia editaré. Pero va a cambiar la proporción.
Y me entusiasmé con esto de los papelitos. Son mi ayuda memoria. Suele pasar que vienen frases a mi mente en el momento menos esperado. Y mis anotadores (sí, cargo siempre más de uno en mi mochila) son mi rueda de auxilio.
Y cuando no tengo la mochila, el bloc de notas del celular me salva.
Si ven a un tipo escarbando desesperadamente en una mochila en un bus, o simplemente parado en medio de una vereda, probablemente sea yo que se me ocurrió algo y estoy intentando retenerlo antes de que mi cerebro lo expulse para siempre.
Así, tengo dos anotadores y el bloc de notas llenos de frases que muchas veces se convirtieron en historias y otras tanta no. Simplemente quedaron en el limbo.
Creo que esas frases valen la pena por sí mismas, sin necesidad de construir una historia alrededor de ellas. Aunque no descarto que más adelante suceda algo.
Mientras, estoy escribiendo tres cuentos que necesito terminar de darles forma.
Les comenté que soy de aburrirme rápido. Y me estaba agotando el estilo del blog. Sin embargo me daba pena dejarlo. Ya como que le(s) tomé cariño.
Veremos entonces si este giro me (y les) satisface.
Nos estamos leyendo.

viernes, 31 de agosto de 2018

Street fighter

Mi padrino de bautismo fue quien intentó hacer de figura paterna. Él llegaba los fines de semana a casa en el chevy amarillo que le compró a mi vieja y me llevaba de paseo.
Los destinos eran muy particulares y didácticos. Uno de ellos era el hipódromo, donde me enseñó a apostar por los caballos, más no a acertarle al ganador jamás. Tengo muy presentes esos domingos donde almorzábamos en el comedor del hipódromo para luego ubicarnos en las tribunas con sus amigos viendo como su dinero se iba en un caballo mientras ellos gritaban y corrían escalones abajo hasta quedar abrazados a las vallas puteando en diez idiomas.
Y cuando no ibamos al hipódromo acompañábamos a su hermano, que tenía caballos que competían en carreras cuadreras. Para quienes no sepan qué son las carreras cuadreras, son competencias entre dos caballos en una distancia de una cuadra, fuera de circuitos oficiales.
También era pasar todo el día afuera pero en este caso si volvíamos con dinero. Y con la panza llena de asado.
Tenía otras salidas piolas, como llevarme a Sacoa para que sacie mi adicción a los video juegos.
Y también solía llevarme para su casa, que quedaba en otra ciudad que se llama Las Talitas. Allí llegábamos en el poderoso Chevy amarillo. Mi padrino era super carismático. Le caia bien a todo el mundo.Yo no. Al menos a los muchachos de la zona no les caí nunca bien. A las chicas sí, pero no por ser lindo, sino por ser la novedad, nada más. Aparte siempre hice gala de un gran talento para ser un salame muy importante. Así y todo, no me pregunten por qué, yo aún no me lo explico, me iba bien con el género femenino. Los pibes de Las Talitas tomaron nota de eso, (ellos no eran tan salames como yo) y me hacían notar su desprecio cada vez que podían.

Padrino: "Chango, andá con los chicos a jugar a la pelota, dejá de andar hecho un zonzo dando vueltas."
Fer: "No padrino, mejor no."
Padrino: "Oooohhh chango maricón, vení, vamos a la canchita".
Me tomó del brazo y me depositó en el predio. Así de pedagógico. Pedagógicas fueron también las patadas que me dieron.

Padrino: "Chango, vení, te dejo en los video juegos con los changos de acá, me voy, tengo una salida."
Fer: "Padrino ... mejor me voy a la casa, tengo que estudiar."
Padrino: "Aaahhh qué estudiar ni qué mierda, andá, quedate un par de horas con los muchachos, ya vuelvo a buscarte y te llevo a la casa."
Me tomó del brazo y me depositó en el salón de video juegos. Uno de los pibes estaba jugando al Street Fighter, alrededor estaban todos los demás (una docena de chicos)
Silencio absoluto. Se escuchaba hasta la respiración de los personajes del video juego. Y me sentí en la necesidad de romper el hielo:

Fer: "Juega bien el flaco, ¿no?"

Silencio.

Fer: "Bien flaco, bien, buenísima."

Más silencio.

Fer: "Uh, ¿qué te hacen esas bolas que te lanza el otro si te dan?"
Flaco que me detestaba con todo su corazón: "Te cogen, putito."

Ya no hubo silencio. Se rieron todos. Hasta los que pasaban por la vereda. Hasta la doña que atendía. Claramente lo de putito estuvo de más. Fueron de las dos horas más largas de mi vida. Temí por mi integridad física cada segundo que transcurrió hasta que mi padrino vino al rescate.
No volví a Las Talitas en mucho tiempo. Y tampoco volví a jugar al Street Fighter.

jueves, 23 de agosto de 2018

Brújula.

Me gusta la sensación de tener todo bajo control.
Desde la hora en que me levanto, calculo cuánto tiempo tengo para ir a lavarme, cuánto para desayunar, cuánto para cambiarme y cuánto para leer las primeras noticias del día.
Sé en qué momento va a pasar el ómnibus que me va a llevar al trabajo. Y sé también en qué horario pasa el anterior y el siguiente.
Sé que cuando llegue a la parada estará el portero de la empresa de transporte vecina en el portón de acceso.
Sé a qué hora empiezan a activarse los grupos de whatsapp, de los cuales no soy muy fan que digamos.

Sé a qué hora voy a llegar a la parada de destino. Sé qué empleado va a estar en la panadería de la cuadra donde me bajo.
Sé con quiénes me voy a cruzar en el bondi.
Sé qué empleados van a estar reunidos con el gerente del banco con el que trabajamos cuando pase por ahí, antes de abrir la empresa.
Sé qué negocios están abiertos y cuáles no a esa hora.
Sé que el dueño de la florería de esa esquina va a estar acomodando su mercadería cuando pase al lado de él.
Sé que el portero del edificio donde trabajo a esa hora estará sentado detrás del mostrador.
Sé que seré el primero en llegar y por lo general el último en irme.
Sé a qué hora mi jefe estará denso. Y a qué hora se va a relajar.
Sé a cuánto está el dolar y más o menos a cuánto va a estar mañana.
Sé a cuánto cotizan cada una de las inversiones de la empresa donde trabajo.
Sé cuánto puedo gastar en el mes en cada ítem que se les ocurra.
Sé cuando alguien me está chamuyando.
Sé qué voy a cenar y qué voy a almorzar al día siguiente.
Sé qué haré en casa al regresar y a qué hora voy a dormirme.
Sé qué serie veré en Netflix mientras tanto.
Lo que nunca sé muy bien es cómo ser papá. Mis hijos suelen (y esto calculo que ya es a propósito) desorientarme con sus preguntas.
Como no tuve una figura paterna hecha y derecha (ustedes ya saben, mi familia no es la familia tipo) no tengo un referente al cual recurrir para saber si estoy en lo cierto o no.
Mis bendiciones vendrían a ser mis sparrings de la vida. Pobres ellos.
Suelo cuestionarme una y otra vez si estoy haciendo bien las cosas, sobre todo cuando disparan algún cuestionamiento hacia mi o cuando lanzan esas preguntas, tan propias de ellos, a veces adultos en cuerpos de niños.

Fer: "Lu, yo no sé si hago todo bien todo el tiempo con ustedes, pero te juro que lo intento. Lo intento de verdad, para mi ustedes están primero, segundo y tercero. De hecho, sé que me equivoqué y me arrepiento de todo, pero te juro que espero no faltarles nunca. No sé si vos pensás que soy un buen papá o no, pero creeme hija que los amo y que todo lo que hago por ustedes lo hago pensando que es lo mejor."
Lucía estaba sentada a mi lado, en su cama. Hizo una pausa, cruzó sus piernas y apoyó su cabeza en mi brazo.
Lu: "Papi, vos sos lo mejor que tengo en mi vida. Y siempre lo vas a ser. Para mi, vos sos el mejor papá del mundo. Te quiero mucho."

Por un ratito recuperé el control de la brújula. Hasta la próxima pregunta brava.

miércoles, 22 de agosto de 2018

Lo que tiene.

Para algunos, él no tiene grandes cosas.
En los hechos, él no presume de sus posesiones materiales. 
Él elige siempre las cosas simples, porque cree firmemente que las cosas más importantes en la vida no son precisamente cosas.
Él tiene mucho o poco para ofrecerle a ella, dependiendo de los ojos que lo juzguen.
Tiene helado en el freezer, de ese tipo de chocolate que le gusta a ella.
Tiene ganas de cocinarle algo rico y más ganas después de devorarla de postre.
Tiene una cama grande donde caben ambos, cualquiera sea la posición que elijan.
Tiene un abrazo enorme esperando verla, de esos que vienen adheridos a una respiración profunda.
Tiene un par de labios que combinan muy bien con los de ella.
Tiene la certeza de que va a derretirse con su próxima sonrisa.
Tiene un papelito doblado con palabras bonitas escondido debajo de su almohada.
Tiene un par de pulmones marchitos que reverdecen cuando respira de ella.
Tiene un par de ojos que no pueden dejar de mirarla.
Tiene siempre bien dispuesta a la mejor versión de si mismo para entregársela a ella.
Ella, es no obstante, justamente la responsable de que él esté descubriendo las mejores vetas de su personalidad.
Así las cosas, él puede tener poco para algunos.
Pero a él no le importa lo que opinen los demás. Él se siente rico. Y si es con ella, no hay magnate que le haga sombra.

viernes, 17 de agosto de 2018

La pelota de goma.

En medio del karting en forma de coche antiguo, de mi muñeco de Mazinger Z, de mis figuritas dibujadas a mano, de mis transformers construidos por mi con cartón, de mis autitos, soldaditos y bolillas, estaba ella, la pelota de goma.
Era casi un arma letal cuando se mojaba. Seca era una bala de cañón. Mojada era una bomba atómica norcoreana.
Cada vez que surgía el encuentro con mis amigos de la cuadra estaba ella presente para que se arme el partido en plena calle. Armábamos los arcos con un par de piedras y listo.
El partido terminaba entrada la noche o cuando la pelota caía en la casa del viejo Caro, lo primero que acontecía.
El viejo Caro supo quedarse con un par de pelotas. Y yo me desquitaba trepándome al techo de mi casa, me deslizaba cuerpo a tierra y desde el borde le lanzaba tuercas con una honda cuando lo veia sentado en su jardín. Jamás supo quién era el que lo obligaba a levantarse de su reposera a buscar refugio.
Si él estuviese leyendo esto ahora, se estaría enterando.
Pero no, el viejo Caro ya se murió. Volvamos al tema de mi pelota de goma.
Ella, en diferentes versiones, me acompañó hasta el fin de mi infancia. La física, la espiritual aún no termina.
Ya siendo papá luchón y recorriendo un super con mis bendiciones, mi hijo me pidió una vez que le compre una pelota de goma.
Me vino toda la nostalgia junta, los goles en la calle, las rodillas peladas, las peleas, los abrazos, las tuercas en la humanidad del viejo Caro, todo. Fue imposible no comprar una para el enano.
La llevamos a casa y empezó a disfrutarla con sus amigos en la misma calle donde yo jugaba.
En determinado momento mi hijo me pidió que me sume al partido, porque según él "yo soy mejor que Messi". Tomá pulga, tomá.
Como tengo el sí fácil, me sumergí en medio de las gambetas con los pibes de la cuadra, con esa pelota de goma que adoraba.
Me sentí de nuevo niño. Físicamente, lo aclaro de nuevo. Metí tres goles y los grité con el alma. Porque además de tener una cuota de niñez muy importante, también soy super competitivo.
Ahora la pelota de goma cobra vida fin de semana de por medio, cuando empieza a rodar una vez más, para darle forma a nuevas sociedades entre mi hijo y sus amigos.
Porque la vida es así, da vueltas. Como la pelota de goma.

martes, 14 de agosto de 2018

Entre ella y yo.

Esta historia se escribe a dos manos, una de ella y una mia. 
Esta historia es ATP de a ratos y en otras se torna felizmente condicionada. Paradójicamente, mientras más condicionada es la historia, más libres nos sentimos. 
Por momentos ella es docente y yo alumno esmerado. En otros se invierten los roles y ella se convierte en una alumna que deja huellas. 
Acá estamos, enseñándonos mutuamente que no hay espina que no pueda arrancarse de los corazones, que a las heridas abiertas no hay que tocarlas ya que cicatrizan solas. 
Acá estoy, haciéndola reir para quitarle todas sus dudas. 
Acá está ella, despejando todos los nubarrones que me atormentan. 
Acá estoy, lanzando deseos irracionales como pedirla de desayuno. 
Acá está ella, haciéndome descubrir que mi sabor favorito está al sur de su ombligo. 
Acá estoy, sintiéndome guapo para ella, inventando métodos para que su perfume dure más tiempo en mi. 
Acá está ella, con sus carcajadas de colegiala, multiplicándose entre sábanas de manera exponencial hasta convertirse en infinita. 
Acá estoy, voluntariamente esclavo de su espalda. 
Acá está ella, pintando arco iris en mi vida con su lengua atrevida. 
Acá estoy, convirtiéndome de a poco en cartógrafo del mapa de su cuerpo.
Acá está ella, con su sonrisa sin nombre, mejorando mi vida cuando ya no esperaba reformas. 
Acá estoy, mirándola hipnotizado mientras ella me habla, hipnosis que es interrumpida con un “por qué me mirás así” … y yo muero de amor contenido, de manera que me resulta imposible resumir en una respuesta de un renglón, así que ahí voy, lanzando una catarata de palabras que explican el por qué de ese instante. 
Acá estamos, abrazados. Ella me abraza … me abraza con el alma, que es lo más lindo que tiene. 
Y yo, yo simplemente le agradezco que me haya mirado para tejer esta historia, esta historia que se escribe a dos manos, una de ella y una mia.

miércoles, 8 de agosto de 2018

La parca.

En alguna oportunidad les conté que mi familia era utilizada por los parientes como hotel gratis. Sí, la gente llegaba sin avisar, y quien les escribe tenía que ceder porción de comida y cama. A dormir en el colchón extra en el piso del living señores.
Los motivos de las visitas eran diversos, pero hoy quiero contarles sobre uno muy específico: cuando venían a morir.
No, no estoy exagerando. Sucede que nuestros parientes entendían que como la Gringa era enfermera y había otras mujeres además viviendo en casa, cuidar del familiar enfermo hasta su muerte era una tarea apropiada para nosotros. Con nosotros me refiero a que la parentela asumía que cuidar enfermos era trabajo de mujeres.
El desfile de difuntos empezó con un tío abuelo, mi tío Fernando. Yo tenía poco menos de tres años pero tengo grabado en mi mente que el estaba ya fallecido en una cama en el dormitorio de mi abuela.
Después le tocó a otro tío abuelo, mi tío José. Él también falleció en el mismo dormitorio. Después siguieron al menos media docena más de personas.
Sí, somos en realidad una mezcla de la casa de Bernarda Alba y la casa de los espíritus.
Pero quiero detenerme en uno de los fiambres en particular: el tío Paco. Él estaba casado con una hermana de mi abuela y lo instalaron en una cama al lado de mi cama.
Asi como leen. Yo tenía 9 años y me encajaron un futuro pasajero al más allá.
"Entre hombres se van a entender" habrán pensado las tipas de la casa. Pero, la realidad era que yo no le caía bien al tío Paco. Y él tampoco a mi.
A él no le agradaba que yo jugase a la pelota en el fondo de casa. A mi no me caían simpáticos sus sonidos nocturnos.
A él no le resultaba simpático que yo haga problemas para tomar la sopa. A mi no me atraía el ruido que hacía él al tomarla.
A él no le caía bien que yo haga rápido la tarea y salga a jugar. A mi no me gustaba que me demande.
Era un duelo a muerte. Ok, no fue una frase afortunada.
Así nos mantuvimos por unos meses. No nos hablábamos. Nos saludábamos arqueando las cejas. Era un duelo silencioso.
Hasta que finalmente la parca se acordó del tío Paco. Un día volví del colegio y me dieron la noticia. Me apenó a pesar de las batallas que mantuvimos a diario.
Lo velaron y lo enterraron al día siguiente.
Y a la noche tuve que volver a mi habitación, dormir en ella, con la luz apagada, al lado de la cama del reciente finadito, con 9 años, temiendo que venga su espíritu desde el más allá para hacer ruido mientras tomaba un plato de sopa.
No pegué un ojo, lo admito. Quizás no haya sido cobardía, sino falta de coraje (?)
Por las dudas tío Paco te cuento, la sopa ya me gusta.

Manual para matar.

¿Cómo matar a un no muerto? Lo sé, parece una pregunta estúpida, y quizás lo sea. Jamás me agradaron los dueños de verdades y no pretendo tr...