jueves, 27 de diciembre de 2018

Unidades de medida.

Te confieso que desde pequeño me acostumbré a contar todo. No sé. Serán cosas de hijo único, de creaciones indispensables para matar el aburrimiento. Pero desde que aprendí a contar (allá lejos, a mis tres años) que mi mente es un procesador de estadísticas permanente.
Contaba la cantidad de páginas de las historietas que leía y cuántas faltaban. Los pasos que separaban el cole de la parada del bondi. La cantidad de paradas del recorrido. Cuántos asientos había en el bondi. Cuántos ocupados y cuántos libres. Cuánto duraba el viaje. Cuántos pacientes había en la sala donde laburaba mi vieja como enfermera.
Al día de hoy, esa máquina de estadísticas lleva las cuentas de las finanzas de una empresa, de manera que puedo responder en cualquier momento toda inquietud matemática y al mismo tiempo llevo el conteo de cuestiones más banales, como el tiempo que lleva cada tarea del día, desde planchar mi camisa hasta la duración del almuerzo, pasando por los preparativos para el día siguiente.
Puedo estimar con bastante precisión distancias, tamaños, pesos, tiempos y todo lo que se te ocurra.
Todo el tiempo las unidades de medida rigen la dirección de mis pensamientos.
Mi cerebro, para bien o para mal, lo hace en piloto automático. Es en vano que intente no hacerlo.
Más temprano que tarde estaré contando cosas.
Por eso es que puedo decirte con mucha seguridad unas cuantas cosas.
Que el beso que separa tu sofá de tu cama dura una canción promedio de Soda. Que quitarnos la ropa nos lleva un poco menos. Para ser sinceros, mucho menos. Que cada una de tus piernas miden una docena de besos. Que con otra docena cubro tu espalda. Que las palmas de mis manos equivalen exactamente al tamaño de tus pechos. Que recorrer tu cuerpo podría llevarme mucho menos tiempo del que me tomo, pero me gusta hacerlo en velocidad turista. Que son escasos los segundos que transcurren desde que la miel de tus labios endulza los mios. Que no necesito de un transportador para saber cuántos grados se arquea tu espalda con cada uno de tus orgasmos.
Y fundamentalmente, que separarme de vos, romper ese último abrazo, me cuesta toda mi fuerza de voluntad.
A estos diez párrafos y trescientas sesenta y nueve palabras que anteceden podría haberlas resumido en un par de vocablos pero, además de contar y estimar todo, también me gusta explayarme un poco.
Bueno, para ser sincero, me gusta explayarme bastante.
Sobre todo con vos.

jueves, 20 de diciembre de 2018

Las Navidades pasadas

Lo primero que viene a mi mente cuando busco el recuerdo navideño más lejano, es mi ansiedad por armar el arbolito. En la casa de Bernarda Alba ese arbolito estuvo por 38 años. Era de color verde, mediano y lo llenábamos de adornos y luces.
Una vez terminado ... el momento cumbre: encender las luces. Y contemplar en silencio. Silencio solamente interrumpido por un "qué bonito" de algunas de las mujeres. Yo lo miraba embelesado e imaginaba los regalos.
Si bien siempre en casa había olor a comida, ese día los aromas se acentuaban. Desde temprano el horno estaba funcionando. El olor a pollo o a cerdo de repente perfumaba cada ambiente del hogar y hacía que cada persona que pase por la vereda de casa inevitablemente respire profundo.
Si me preguntan a qué huele un hogar, para mi un hogar huele a hornallas encendidas. Cada perfume que nace en el corazón de la casa, en la cocina, hace que esa casa se transforme en hogar.
De repente empezaban a salir los sanguchitos de miga, tapados con un repasador (para que no se sequen según la matriarca, pero seguramente también para evitar que vaya a robar alguno antes de tiempo)
Después empezaban los turnos para bañarnos y ponernos lindos.

Fer: "Ma, ¿puedo salir a jugar hasta que esté la comida?"
La Gringa: "Bueno, pero ojito con ensuciarte eh, mirá que ya estás bañado"

Perdón ma, perdón por todas las veces que volví con las rodillas negras esas nochebuenas.
Me juntaba con los amigos de la cuadra para tirar cohetes (en esa época no teníamos conciencia de lo mal que les hacía a los perros o a otros niños), para charlar sobre los regalos que esperábamos y esperando las voces de las madres llamándonos para cenar.
Y sí, llegaba el momento de sentarnos en la mesa a compartir la comida. Fuimos bendecidos, siempre pudimos compartir una mesa navideña en paz.
En medio de la cena de repente aparecían los regalos alrededor del arbolito. Yo comía apurado, como si acelerando la cena las doce iban a llegar antes.
Finalmente llegaban las doce, las mujeres de casa se abrazaban y besaban y brindaban con sidra o ananá fizz. Yo las besaba rapidito y me iba como flecha hacia los regalos, para destriparlos.
Le apuntaba al envoltorio más grande primero, seguro era un juguete. Cuando era niño, no existía la variedad de juguetes que hay ahora, pero siempre fueron buenos regalos. Nada de lujo, pero siempre me dibujaron una sonrisa.
Y luego estaba el envoltorio blandito, seguro eran los slips o las medias que mandaba la tía Mecha.
Una desazón ... en fin.
Después de eso salía a la calle, a compartir los juguetes nuevos con mis amigos, a tirar más cohetes y ya las rodillas estaban más negras y mi cuerpo transpirado a más no poder.
Cuando ya la madrugada nos abrazaba algún vecino sacaba los parlantes a la vereda, y toda la cuadra era una sola casa. Los vecinos llegaban a casa a compartir clericó, alguna sidra, más sanguchitos.
Llegaba el momento de regresar a casa. Empezamos a sentir los gritos de las madres invocándonos. Les pedíamos una tregua para buscar cohetes que no hayan explotado, así juntábamos la pólvora y hacíamos una fogata fugaz.
Así, con esa luz repentina, se apagaba la Nochebuena y nos íbamos a ... bañarnos y a la cama.
De ese modo pasaron muchas Navidades. De adolescente no cambió mucho. Faltaban los juguetes, pero los slips de la tía Mecha estaban ahí. Las juntadas con los amigos eran con sidra. Pero yo seguía buscando cohetes que no habían explotado. Me costaba soltar esa parte de mi infancia.
Les decía que el arbolito estuvo 38 años en la casa de Bernarda Alba. El pobre estaba en las últimas, asi que el año pasado le regalé a mi vieja un árbol nuevo. Es blanco, es mediano, tiene adornos rojos y azules y luces que titilan.
Y ahora tiene las cartas de mis hijos.

Lau: "Papá, tachame el Bumblebee, ya no lo quiero, quiero el Iron Man con armadura"
Lu: "Papi, ya dejé la carta, quiero un vestido de princesa"
Lucía siempre tiene un as bajo la manga para sacudirme.
Lu: "Y también quiero que nunca nos faltes."
La vida nos pone en diferentes roles. Somos tan solo actores que pretendemos estar a cargo de la obra. Pero no. El papel de director nos resulta ajeno. Ahora, con cada Nochebuena que paso con mis hijos, soy yo el que coordina los tiempos de los baños y de la cena.
Ellos reciben sus juguetes ... y un paquetito con ropa interior que manda alguna tía.

Salen a tirar fuegos artificiales (sólo con luces, nada que explote), a jugar con sus amigos (los hijos de mis amigos) hasta que sea la hora de invocarlos para que se bañen nuevamente y vayan a la cama.

La vida nos pone en diferentes roles. Sí, siento nostalgia por el anterior papel pero a este, a este no lo cambio por nada en el mundo. No tengo mejor plan que ver felices a las personas que amo.

Salud por las Navidades pasadas. Y por las futuras. Que serán tantas como la vida lo decida.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Efectos especiales.

Ella se cansó de esperar un romance épico, de esos que parecen salidos de las películas.
Ella quería una reconciliación al mejor estilo Hollywood, con besos bajo la lluvia después, con más lágrimas que lluvia.
Ella exigía efectos especiales.
Él se fue sin que ella se de cuenta de que el amor más bonito es pequeño.
Pero un día ella advirtió que los efectos especiales estuvieron siempre ahí.
A veces en forma de chocolate en la puerta de la heladera, otras en forma de notita debajo de la almohada o dentro de su cartera, otras en la forma en que le cubría la pierna con la frazada por las noches cuando se destapaba, o como cuando advirtió (y esto fue lapidario) que siempre el plato mejor servido de la cena era para ella.

jueves, 13 de diciembre de 2018

La lluvia.

Eran casi las 20 horas de un día miércoles de primavera. Yo estaba apurado. Corría contra el reloj y contra la tormenta que se avecinaba.
Las 20 horas estaban señaladas con una alarma en mi celular. Tenía tres alarmas en realidad, a las 19:45, a las 19:55 y a las 20:00 de lunes a viernes. Siempre el tiempo fue importante para mi. Metódicamente repartía mis actividades con la mayor precisión posible. Lógicamente, quedaba margen para los imprevistos. Y ese día estuvo lleno de imprevistos.
Ya había sonado la primer alarma cuando corrí hasta el taxi que estaba estacionado y me subí de prepo.

Fer: "Señor, me lleva hasta Congreso y Uttinger por favor"

El chofer miró las nubes negras y los flashes que se disparaban amenazantes, iluminando la ciudad y sintió el viento, ese típico viento que notifica de manera fehaciente que la lluvia está próxima a llegar. Él debio haber notado mi preocupación.

Chofer: "Bueno, vamos."

Al minuto la tormenta desplegó su show. Una lluvia intensa junto al viento que acompañaba la sinfonía celestial. Llegamos al filo de la segunda alarma. Le pedí al taxi que me espere. Abrí el paraguas y lo apunté hacia el sur; desde ahí venía la tormenta. Crucé la calle y me dirigí hacia la puerta del jardín maternal donde estaba mi hija.

Fer: "Hola, vengo a buscar a Lucía."

Ella vino tomada de la mano de una seño. No recuerdo el nombre de la seño, no soy bueno para eso. Tampoco tenía ojos para otra persona en ese momento. La alcé en mis brazos y la cubrí por completo con el paraguas.
Crucé nuevamente la calle y con mucho cuidado la senté dentro, evitando que se moje. Cerré el paraguas y ya empapado, me senté a su lado.
Le indiqué el camino a casa al chofer y partimos hacia allí.

Lucía: "Papi tengo miedo"
Fer: "Está bien tener miedo. Contame qué te asusta."
Lucía: "Los truenos, los truenos me dan mucho miedo"

Dijo eso, me abrazó y hundió su cabecita en mi pecho intentando silenciar al mundo.
Llegamos a casa. La calle era un río. Desafiar al viento con el paraguas era poco menos que una utopía. Pero había que intentarlo. No iba a dejar que mi hija se moje.

Fer: "Enana, agarrate fuerte"

Me despedí del chofer, agradeciéndole. Abrí el paraguas y la cubrí por completo. Nos dirigimos hacia el acceso bajo los efectos especiales de la naturaleza y en el preciso instante en que cruzábamos el portón se enganchó mi paraguas con el marco, haciendo que un chorro inmenso de agua caiga sobre mi hija.

Lucía: "¿Estoy mojada papi? ¿Por qué no me tapaste bien papá?"

En más de una ocasión sentí que fallaba en mi rol de padre, pero ese descuido fue fatal para el rincón de mi cerebro que administra la memoria.
Entramos a la casa, le preparé una ducha caliente y la abrigué. Le preparé la cena y la hice dormir mientras escuchábamos una canción de Vicentico.
Ella ya se había olvidado de que se mojó pero me fui a dormir con ese descuido retumbando en mi mente.

Actualmente, ese descuido se transformó en una alarma para mi. De esas alarmas que no hace falta grabarlas en un celular. Se convirtió en una alerta, en un "¿estás haciéndolo del mejor modo posible?"
Actualmente, ella le sigue teniendo miedo a los truenos.
Y actualmente, ella sigue hundiendo su carita en mi pecho.

jueves, 6 de diciembre de 2018

GRL PWR

Ella es real en un mundo donde todos parecen.
Ella tiene unas cuantas certezas
y un mar de dudas,
pero lo navega como capitana experta.
No hay iceberg que pueda con ella.
Ella sabe que los ojos tristes no son para siempre.
Ella da tanto amor
que a veces le falta a ella misma;
pero vuelve, siempre vuelve.
Ella es luna nueva, un renacer constante.
El ave Fénix fue su aprendiz.
A ella las alturas no la marean;
es aire puro que invita a ser respirado.
Ella atravesó huracanes
pero aún disfruta del viento.
Ella es sol que aparece
después de una semana fria y lluviosa.
Ella tomó algunas decisiones
que le dejaron un mal sabor de boca.
Ella se elige siempre
porque sabe mejor que nadie
lo que es estar a oscuras,
estirando el brazo buscando,
sólo para encontrar su otra mano.
Ella es simplemente ... poderosa.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Breves charlas desmotivantes.

Iba pensando en todo al mismo tiempo parado en el bondi, yendo a visitar a mis hijos. Mirando a un punto fijo. Mirando sin ver. De repente, una muchacha que iba sentada se levantó:

Jovencita: "¡Señor!"
Fer: ...
Jovencita: "¡Señor!"
Fer: ...
Jovencita: "¡SEÑOR!"
Fer: ...
Otra chica que venía parada al lado mio: (me toca el hombro) "Señor, lo llaman"

Un poco en shock porque no entendía bien eso de "señor", la miro a la jovencita:

Jovencita: "Ya me bajo, ¿quiere sentarse?"
Me senté indignadísimo.

...........

Amiga en el chat: "Amigo, te vi ayer ... tenés que volver al gimnasio."

¿Es necesario ser tan cruel?

............

Amigo en el chat: "Capo, te vi el otro día ... se te están volando las chapas ¿no?"

Otro sorete.

............

Volvía a casa en el bondi. Me levanté y encaré para la puerta del fondo. Estaba ya ubicado un pibe de la secundaria. Me mira. Lo miro. Hacemos contacto visual. Se hace hacia atrás.
Fer: "No, no puede ser tan turro"
Pibe: "¿Baja señor?"
Fer: "..."
Pibe: "¿Baja?" (me hace un ademán con la mano)
Fer: "Sí pibe, bajo ... gracias"
Bajé muy ofendido.

Manual para matar.

¿Cómo matar a un no muerto? Lo sé, parece una pregunta estúpida, y quizás lo sea. Jamás me agradaron los dueños de verdades y no pretendo tr...