viernes, 26 de octubre de 2018

Te espero.

No solo yo te espero. Te espera cada rincón de mi casa. Te espera la alfombra de la puerta para besar tus pies. Te esperan mi comedor, mi baño y mi dormitorio.
Te espero para cocinar para vos esta noche. Y para luego hacerte el amor. O viceversa, el orden de los factores no altera el producto. O tal vez sí ... pero sería bueno que lo descubramos juntos.
Te espero para que dejes de ser mi pensamiento más recurrente y veamos si mis sueños no mienten.
Los que nos conocen dicen que hay química entre nosotros. Lo que ellos no saben es que se quedaron cortos. La currícula será mucho más amplia.
Entre nosotros habrá física, matemática, lengua, anatomía, pintura y geografía.
Es que pienso explorar cada punto cardinal de tu cuerpo, pintarte entera con mi lengua, recorrerte con mis manos, disfrutar de la plenitud de ambas sonrisas, encontrar los espacios exactos donde surgen tus cosquillas menos inocentes, penetrarte con mis pensamientos y finalmente estar dentro tuyo y congelar ese momento para siempre en nuestros recuerdos.
Ansío encontrar el perfume que te regalé sobre tu piel para luego dejar el mio sobre tu cuerpo.
Y cuando nuestras energías se hayan mezclado, para cuando ya hayas cruzado tu pierna sobre las mias y apoyes tu cabeza sobre mi pecho, para entonces por favor no pienses en irte. Al menos no aún.
Esta noche la lluvia toca para nosotros.
A todo lo que te digo en estas líneas lo dejás en mis manos. Pero al amanecer, ya lo dejo en tus labios.

Lo mejor.

Todos tenemos un favorito en distintos rubros de la vida. Libros, películas, salidas, etc.
No me gusta ser pretensioso, nunca me gustó jactarme de citar a un autor célebre, a una película iraní, a un director de cine japonés o un restaurante cinco estrellas michelin.
Siempre termino volviendo a lo simple, porque es ahí donde finalmente me encuentro.
Mi libro favorito de todos los tiempos no es de un autor ganador de un Nobel ni tampoco fue un best seller. El mejor libro que tuve en mis manos se llamaba "Cuentos para todo el año". Era un libro que tenía 365 cuentos infantiles. Era de tapa dura, color verde, con dibujos de fábulas en la tapa y en la contratapa.
Lo leí tantas veces que me sabía de memoria cada historia. Me lo regalaron apenas empecé a leer. En las siestas me sumergía en ese mundo de fantasía. Jamás respeté el orden del calendario. Ya la primera vez me leí todos los cuentos en una sentada.
Como todo lo que tuve, mi vieja en algún momento lo regaló. No sé a qué manos habrá llegado, pero cada vez que en una librería encuentro algo parecido es inevitable que la nostalgia me pegue de lleno.
Mi viaje favorito no está conformado por playas paradisíacas ni por joyas arquitectónicas ni por metrópolis. Yo estaba de visita en San Salvador de Jujuy, al norte de la Argentina por trabajo. El tiempo estimado de la tarea era de tres días, pero terminé todo en dos. Me sobraba tiempo. Decidí darme una escapada a Purmamarca, un pueblo que está en la puna jujeña, adornado por el Cerro de los Siete Colores. Mi cabeza explotaba en ese momento, me sentía absolutamente perdido.
Fue en ese pueblo pequeño, sentado en la plaza, escuchando tocar una flauta a un pibe de la zona, mientras corría una brisa ideal, donde empecé a encontrarme conmigo mismo. No tengo registros fotográficos de ese día. Todo está en mi mente. Esa sensación de paz, esa primera vez en paz, no la olvido más. Definitivamente Purmamarca es mi lugar en el mundo.
Mis películas favoritas son un montón. No terminaría más de escribirlas. No suelen agradarme las películas ganadoras de premios, muchas veces me parecen aburridas.
Mis cantantes favoritos también son muchos y cada día encuentro un favorito nuevo.
Me gustan las películas y las canciones que me transmiten una o más emociones.
Tengo aromas favoritos. El de pan caliente, el de las empanadas a punto de salir del horno, el de la tierra recién mojada, el del aire que trae tormenta, el de las tostadas, el de primer mate, el de las primeras bocanadas de aire puro en el fondo de casa.
Hay en mi vida personas favoritas. Algunas de ellas ya no están. Hay risas, caricias, lágrimas, besos y miradas favoritas. Algunas son memoria.
Pero muchas están y otras se suman a mi vida.
Definitivamente, soy un tipo afortunado.

viernes, 19 de octubre de 2018

El hijo del matriarcado.

En el recuerdo más lejano que tengo con mi vieja estamos acostados en la cama que compartíamos, ella leyéndome una historieta o un cuento y yo escuchando atentamente. Debo haber tenido unos cuatro años.
Ella estaba cansada e intentaba saltearse alguna hoja pero yo siempre me daba cuenta y le decía que se había pasado una página. Mi vieja seguía leyendo mientras yo le pellizcaba el codo y me dormía.
Era un ritual diario, cada vez que las guardias del hospital y del sanatorio donde laburaba se lo permitían.
La Gringa laburaba en dos partes, asi que tenía poco tiempo para compartir con ella. El resto del tiempo estaba con mi abuela, la Maga. Los nombres de todas las integrantes de la casa de Bernarda Alba empiezan con un artículo.
La Gringa me llevó al colegio los primeros años. Salíamos super temprano y la acompañaba al hospital. Yo me quedaba sentado en un rincón de la oficina viendo como ella acomodaba la jornada, definiendo las tareas del resto de las enfermeras. Porque ella era la jefa. Ponía orden en el hospital, en el sanatorio y en la casa. Era la puta ama mucho antes de que exista Messi.
Una vez que definía la jugada, me llevaba al cole, que quedaba a unas cuantas cuadras del hospital. Me daba un beso y me dejaba ahí.
A la salida pasaba la Maga a buscarme. Una vez a la semana hacíamos una escala técnica en el viejo mercado de Abasto. Ese lugar hoy es un shopping y tiene un hotel de esos internacionales, pero en esos años era un lugar lleno de puestos de verduras, frutas y carnes varias.
Salíamos con bolsas llenas y nos íbamos a la casa.
El almuerzo estaba a cargo de la Maga, que ya estaba empezado antes de que ella salga a buscarme. Las porciones siempre eran abundantes y nunca faltaba la sopa. En casa siempre había olor a comida. Siempre. La sopa, junto a los guisos y las verduras eran motivo de eterna discusión en la mesa. Aprendí a comer de todo a medida que fui creciendo pero admito que la Maga la pasaba brava conmigo.
Bravo como cuando me hice el muerto. Hagamos un paréntesis en la historia. Un día sábado decidí que iba a ser muy gracioso ponerme un poco de salsa de tomate en la comisura de los labios y aguantarme la respiración en la cama de ella con la mirada perdida. La Maga se desmayó. O como cuando le cambié los fósforos que tenía para encender velas para sus santitos por raspafósforos. Sí, la hice renegar bastante. Pero lo compensó siempre con unos hermosos varillazos con las ramas del siempreverde que teníamos en la vereda, previa persecusión por la casa.
Después de almorzar, llegaba la Consuelo con una pila de historietas, revistas y libros que canjeaba todos los días cuando salía de su trabajo.
Eso era lo mejor del mundo para mi. Ese instante en el que elegía el orden en que leería todo para luego acostarme en el piso del living a devorarme los regalos.
A la tarde salía a jugar, porque a la siesta andaban el viejo de la bolsa y las gitanas y le gastaba las rodillas a los pantalones largos en el invierno jugando a la pelota y en el verano me gastaba mis rodillas.
Era la Chicha la encargada de remendar la ropa y de hacer los ruedos de los pantalones. Casi todos mis pantalones largos tenían rodilleras y muchas camisetas y camisas tenían remiendos en los codos.
La encargada de curar las rodillas peladas era la Gringa y en esos años no existían desinfectantes amables con los niños. Todo ardía, todo era amargo, todo dolía.
Para mi siempre fue más sencillo celebrar el día de la madre porque tenía más de una mamá.
El lío era el día del padre, que era algo extraño para mi.
A la Maga le mandaré un beso y una sonrisa al cielo. Se lo ganó conmigo en un 99,9%.
Al resto de las integrantes, ya veré qué les compro. Lo que sea, va a ser nada comparado con todo lo que me dieron

lunes, 15 de octubre de 2018

Vengo a cantar las cuarenta.

Las líneas que siguen a continuación poco tienen que ver con las que tenía pensadas hace unos días atrás.
Estoy al borde de los cuarenta años de edad. De hecho, los cumpliré mañana, martes 16 de octubre de 2018. Y no, no estoy atravesando la famosa crisis de los cuarenta. A esa crisis ya la pasé a mis cinco años. Era un señor en envase pequeño.
Sí, cuarenta. Y ya lo sé. Soy mayor de lo que mis acciones aparentan.
Digamos la verdad, el envase no se desarrolló tanto. La genética y los deportes practicados hicieron lo que pudieron.
Bien, nos pongamos serios por un rato.
Estoy en una etapa donde me aferro a cuestionar todo. Y a cuestionarme mucho. Me aferro a la duda, esa bendita semilla que me obliga a buscar respuestas.
No creo en definiciones, no quisiera definirme. Eso implicaría ponerme límites, perder la libertad y nada detesto más que perder la libertad.
Me niego a permanecer estático, repetitivo, casi moribundo. Necesito estar con gente que me motive o hacer cosas que me activen para evitar aburrirme.
Y hablando de eso, en este ámbito, escribiendo, es quizás uno de los espacios donde más auténtico me muestro. La cuestión es que creo que sigo escribiendo por amor al hombre que aún no soy.
A esta altura de mi vida aprendí algunas cosas.
Aprendí que mi vida cabe en ocho bolsas de consorcio. Y para que no queden dudas, lo aprendí dos veces.
Al fin y al cabo, todo lo demás son solamente cosas. No quiero menospreciar lo material, no confundan mi punto de vista con falta de ambición, nada de eso. Pero, las cosas más importantes de la vida paradójicamente no son cosas.
Hay muchas otras cosas que pensaba de pequeño que iba a lograr y hoy me encuentro aceptando que no todo sucede como uno espera.
No conseguí ser el mejor en nada. Se que no soy precisamente un ejemplo de coraje. Hice mal muchas cosas. Ni siquiera me sentí un héroe anónimo. Dudé mucho de mi mismo y la paz se divorció de mi conciencia en muchas ocasiones. Y tengo también heridas que aún no pude cerrar.
Tengo miedos, como todos. Algunos muy banales y otros que me hielan la sangre:
Tengo miedo a olvidarme del vencimiento de la tarjeta.
A que el cajero me trague la tarjeta de débito antes de un fin de semana largo.
A perder una valija. O todas.
A perder las llaves de la casa.
A ser más o menos.
A sobrevivir a mis hijos.
Cada vez que reflexionaba sobre mi vida concluía que tenía todo. Y no me refiero (nuevamente) a cuestiones materiales, salvo por mi casa. El concepto de "todo" alcanza a tener salud, un trabajo que me permite cubrir las necesidades de mis hijos y las mias, ciertas comodidades, personas que me quieren bien y tengo a mis hijos, que son buenos chicos y están sanos. Sí, cada vez que alguien me preguntaba por ellos yo solía responder eso: son buenos chicos y están sanos.
Y acá viene el factor que determinó un cambio drástico en el sentido de estas líneas. La salud de Lau se resintió y mañana, el día que cumpliré cuarenta años, tendremos los resultados de sus análisis. El pronóstico por ahora no es bueno, pero la esperanza de que el asunto no sea tan serio no la pierdo.
Mientras tanto. me encuentro aferrándome a la escritura para sostenerme.
Mis hijos tienen sueños a pesar de su corta edad.
Lautaro sueña con tocar la batería como Jonathan Moffett, el ex baterista de Michael Jackson. Quiere tirar pasos como el rey del pop. Y quiere volar en avión del lado de la ventanilla para ver todo chiquito desde arriba. Quiere escalar una montaña y nadar en el mar.
Lucía sueña con tener un refugio para animales sin dueño. Y no entiende por qué la gente dice cosas hirientes. Quiere volver a la playa para atrapar moluscos y cocinarlos para mi.
Y yo, yo sueño con las mismas cosas desde que ellos llegaron a mi vida. Cada 16 de octubre, soplo velas pidiendo deseos para ellos.
Asi que mañana no será la excepción.
Mañana más que nunca, mi deseo será que sigan siendo buenos chicos y que, por favor, estén sanos.

martes, 2 de octubre de 2018

Mateo.

Yo tenía doce años. Como todos los días al salir del colegio bajaba por calle Santiago y me quedaba a esperar el 3, que me iba a llevar a casa.
En esa esquina de Santiago y Avenida Avellaneda había un almacén, de una familia de apellido Otermin en la cual vendían unos sanguches de mortadela memorables.
Pero esa no es la historia que quiero compartir con ustedes.
En esa parada era el único de mi grado que iba a tomar el bondi. Pero no estaba solo. Ese último año de la primaria iba por supuesto más gente, era una parada concurrida. Pero especialmente estaba Mateo. Mateo tenía mi edad, pero tenía un leve retraso madurativo. Él salía de una escuela especial y un día, de la nada se me acercó y se puso a conversar conmigo.
Mostraba cierta dificultad para hablar, pero se hacía entender.
Mateo nunca me llamó por mi nombre a pesar de que se lo dije un montón de veces. Para él yo era simplemente "el amigo".
Subíamos al bondi y nos sentábamos al final, donde prácticamente asistía a un monólogo de Mateo. Él hablaba y hablaba sin parar. Uno de sus temas favoritos eran las fiestas de cumpleaños. Cada tanto me contaba fascinado sobre algún cumple al que había sido invitado.
Y soñaba por supuesto con el suyo, al que prometía invitarme.
En ese bondi al que subíamos, una parada más adelante subían un grupito de chicos de otra escuela. No eran buenos pibes, solían hacer comentarios despectivos hacia Mateo, lo que me molestaba pero jamás me atreví a decirles nada, ya que eran más grandes y sinceramente, yo les tenía miedo.
Intentaba por todos los medios instalar un tema de conversación para que Mateo no se sienta mal.
Así transcurrió gran parte del año. Mateo y yo charlando al final del bondi y estos chicos burlándose, situación que a él, parecía no importarle absolutamente nada.
Pero, muchas situaciones tienen un pero.
Un día cualquiera, que parecía no tener nada de especial, los chicos que se reían de Mateo se disponían a bajar del bondi. Lanzaron un comentario hiriente y de repente, cuando el bondi se detuvo Mateo hizo algo inesperado; levantó su pie ubicándolo entre las piernas del último pibe que iba a bajar y provocó una avalancha humana.
En ese momento los vi a estos pibes apilados uno arriba del otro sobre el césped de la vereda, mirando con furia mientras algunos pasajeros reían y el bondi arrancaba.
Mateo simplemente sonrió y me dijo:
"Amigo, mañana subimos al bondi en otro horario."
Mateo era sin duda, más valiente y más pícaro que yo. Me dio un par de lecciones en un segundo.
Terminó el año lectivo y las integrantes de la casa de Bernarda Alba me cambiaron de colegio. No volví a saber de Mateo nunca más. Y por suerte, tampoco de los pibes que lo molestaban.

A vos Mateo, a vos te dedico estas líneas.
De corazón, tu amigo.

lunes, 1 de octubre de 2018

Feliz martes Raúl.


El desenlace:
El celular vibraba con insistencia. Ella solía dejarlo en silencio cada vez que estaba con un cliente. Finalmente abandonó el submundo en el que estaba absorta y su mente reaccionó, para atender la llamada:
Rita: “Hola … no corazón, hoy estoy trabajando con clientes a domicilio, fijate que seguro dejé un cartelito en la puerta de la peluquería … claro amor, mañana a las 10 de la mañana ya estoy abriendo … dale, te espero mañana entonces … bárbaro, nos vemos, chaucito.”
Dejó el celular sobre la mesa del comedor, teñido de sangre, para volver a quedar atrapada mentalmente por lo que acababa de suceder.
Génesis:
Magalí y Rita son amigas desde que tienen memoria. Sus familias se mudaron al barrio de Las Flores el mismo año, cuando ellas aún eran bebés.
Si tuviesen que hacer un recuento de momentos compartidos, deberían recurrir a oyentes muy pacientes. Había otros niños en el barrio, claro. Pero la amistad entre ellas jamás se quebró. Ellas están unidas por los primeros juegos de la infancia, por árboles trepados, por robarle nísperos a la vecina de al lado de la casa de Rita, por timbres tocados y corridas alocadas, por pijamadas, por cumpleaños, navidades, comuniones, confidencias de primeros besos y de primeras veces, salidas a comprar ropa y préstamos infinitos de prendas y libros, salidas a boliches y regresos en taxi, vacaciones a la montaña y a la playa también. Conformaron una sociedad irrompible, lo que una no lograba hacer, la otra lo hacía por ambas. Una simbiosis potente donde Rita era la fuerte del dúo.
No fue de extrañar entonces que Rita sea la madrina de honor en el casamiento de Magalí y Raúl.
Raúl nunca le agradó a Rita. Y el sentimiento era notoriamente mutuo. Algo no le cerraba con ese grandote buenazo, siempre predispuesto para ayudar a todos, con la sonrisa siempre a flor de boca … tan atento … tan …  tan excesivamente tanto.
Rita no sabía querer a medias. Así que cuando tenía que exprimir sus verdades no tenía límites. La primer catarata de verdades contenidas fue lanzada cuando vio el primer moretón:
Rita: “Amiga, ¿qué te pasó en el brazo?”
Magalí: “¿Dónde?”
Rita: (tomándole el brazo) “Acá amiga, tenés flor de moretón, ¿qué te hicieron?”
Magalí: (sacudiendo el brazo hacia atrás) “Nada Rita, choqué con la puerta de mi dormitorio.”
Rita: “A ver amiga, te conozco de toda la vida, me podés decir qué te hizo. No lo permitas, ¿acaso no te querés?”
Magalí: (con cara de fastidio): “Me enferma cuando te ponés así de intensa, me di un golpe con la puerta, soy una tarada … estaba sin los lentes … no me jodas.”
Rita: “Voy yo a pegarle dos gritos.”
Magalí: “¡No! No te metas … ¡qué mala costumbre que tenés che!”
Magalí empezó gradualmente a modificar su vestimenta. Se cuidaba de cubrir sus piernas, sus brazos y sus ojos verdes con amplios lentes de sol que usaba aunque las nubes inunden el cielo. Una oportuna conjuntivitis los explicaba siempre.
La transformación de Magalí incluyó a sus habituales salidas, las que quedaron reducidas a sus clases de pilates, único desahogo permitido. Los encuentros entre las amigas se distanciaron. Magalí ya no iba a tomar mates a la peluquería de Rita.
Vecina: “Che Rita, ¿y tu amiga Magalí? Hace mucho que no se la ve por acá.”
Todos sabemos que las peluquerías son el punto neurálgico de las habladurías. Allí es donde los chismes nacen o se multiplican. Pero jamás mueren.
Rita: “Maga anda ocupada con sus clases de pilates.”
Vecina: “Bueno, pero no tiene clases todos los días … y ella es ama de casa y no tiene hijos aún … para mi el problema es el marido ... algo pasa.”
Rita: “¿Te gustan con cedrón los mates querida?”
Rita sabía que nada bueno pasaba en casa de Magalí. Claro, quién más que ella podía saber que el problema se llamaba Raúl. Pero jamás incluiría a su amiga de toda la vida en los radiopasillos del barrio de Las Flores.
El trato entre ellas, si bien había disminuido, no desaparecía del todo. Rita iba una vez cada dos meses para cortarle el pelo y regularmente intercambiaban mensajes por whatsapp.
Magalí ya no era la chica con chispa que Rita había conocido. Pudo ver como su amiga empezó a lucir como una estrella apagándose lentamente. Una zombie sin saberlo. Ya no escuchaba sus carcajadas estruendosas ni su voz alocada contando sus ocurrencias. Magalí vivía para su casa y para Raúl. O mejor dicho, para Raúl y para su casa. En este caso, el orden de los factores sí altera el producto.
En el fondo Rita no podía esconder su molestia con Magalí. Por qué no se dejaba ayudar, por qué no abría los ojos … se llenaba cuestionamientos hacia su amiga. Esa molestia empezaba a transformarse en rencor hacia ese hombre que estaba matando en vida a su amiga.
Y Rita sabía que Magalí era incapaz de cortar con Raúl. Magalí era la presa predilecta, esclava perpetua de un hombre que no iba a cambiar jamás. Rita tomó el toro por las astas, decidió hacer cumplir y respetar la ley que la hermanaba con Magalí: lo que una no lograba hacer, la otra lo hacía por ambas. Había un solo modo de salvar a Magalí.

Rita: “Amiga, vos sabés que contás conmigo, ¿cierto?”
Magalí: “Sí amiga, lo sé.”

Rita fue ese martes por la tarde a la casa de su amiga cargando su bolso con los materiales de peluquería. Después de tocar el timbre vino a su mente el recuerdo de ellas corriendo con todas sus fuerzas después de molestar a Doña Mecha, la vecina gruñona que las corría del frente de su casa con la escoba. Fue Raúl quien le abrió la puerta. Rita no pudo disimular su fastidio. Ella no sabía odiar a medias.
Raúl: “Rita … ¿qué querés?”
Rita: “Vengo a cortarle el pelo a mi amiga Raúl.”
Raúl: “Rita no volvió de su clase de pilates, le quedará una media hora.”
Rita: “¿Puedo esperarla adentro por favor? Está muy fuerte el sol.”
Raúl hizo una mueca de desagrado pero le cedió el paso. En la casa la luz estaba ausente. Era como entrar a un centro gris de energía negativa. Rita sintió un escalofrío.
Rita: “Raúl, ¿querés que te corte el pelo a vos hasta que llegue Magalí?”
Raúl: “Bueno, por qué no … de paso me ahorro tener que ir al peluquero … porque no me vas a cobrar, ¿verdad?”
Rita: “Ay Raúl, cómo se te ocurre, vení, sentate, ya preparo todo.”
Raúl se sentó y Rita le colocó el plástico para cubrirlo y proteger la ropa de los cabellos cortados. Lo peinó. Raúl tocó la pierna derecha de Rita y empezó a subir su mano despacio hasta detenerse en el muslo.
Rita: “Raúl, sacá ya tu mano de ahí.”
Raúl: “Qué pasa … ¿acaso no querías esto? … todas quieren lo mismo … son todas iguales … son todas putas …”
Raúl no pudo seguir hablando. Las tijeras de Rita se incrustaron en su yugular. La sangre oxigenada ya no podía llegar a su corazón. Intentó pararse, se dio medio vuelta, abrió grande sus ojos mientras sostenía las tijeras, para ver espantado como su sangre regaba el comedor. Vio venir a la muerte, vestida de mujer. Finalmente cayó desparramando su metro noventa en el piso de parquet.
Raúl murió con su sangre corriendo como único testigo.
Si bien era la primera vez que Rita mataba a alguien, descubrió que tampoco era buena para matar a medias.
Se sentó donde estaba Raúl hasta hace unos instantes, cerró sus ojos y respiró profundo.
En ese instante Magalí cruzó la puerta de casa, donde estuvo esperando todo el tiempo hasta que Rita haya terminado lo que fue a hacer. Se paró frente a Raúl, que seguía abriendo grandes los ojos y boqueaba intentando respirar, cada vez con menos éxito.
Magalí: “Feliz martes hijo de puta”.
De repente, el celular de Rita empezó a vibrar.

Manual para matar.

¿Cómo matar a un no muerto? Lo sé, parece una pregunta estúpida, y quizás lo sea. Jamás me agradaron los dueños de verdades y no pretendo tr...