lunes, 15 de octubre de 2018

Vengo a cantar las cuarenta.

Las líneas que siguen a continuación poco tienen que ver con las que tenía pensadas hace unos días atrás.
Estoy al borde de los cuarenta años de edad. De hecho, los cumpliré mañana, martes 16 de octubre de 2018. Y no, no estoy atravesando la famosa crisis de los cuarenta. A esa crisis ya la pasé a mis cinco años. Era un señor en envase pequeño.
Sí, cuarenta. Y ya lo sé. Soy mayor de lo que mis acciones aparentan.
Digamos la verdad, el envase no se desarrolló tanto. La genética y los deportes practicados hicieron lo que pudieron.
Bien, nos pongamos serios por un rato.
Estoy en una etapa donde me aferro a cuestionar todo. Y a cuestionarme mucho. Me aferro a la duda, esa bendita semilla que me obliga a buscar respuestas.
No creo en definiciones, no quisiera definirme. Eso implicaría ponerme límites, perder la libertad y nada detesto más que perder la libertad.
Me niego a permanecer estático, repetitivo, casi moribundo. Necesito estar con gente que me motive o hacer cosas que me activen para evitar aburrirme.
Y hablando de eso, en este ámbito, escribiendo, es quizás uno de los espacios donde más auténtico me muestro. La cuestión es que creo que sigo escribiendo por amor al hombre que aún no soy.
A esta altura de mi vida aprendí algunas cosas.
Aprendí que mi vida cabe en ocho bolsas de consorcio. Y para que no queden dudas, lo aprendí dos veces.
Al fin y al cabo, todo lo demás son solamente cosas. No quiero menospreciar lo material, no confundan mi punto de vista con falta de ambición, nada de eso. Pero, las cosas más importantes de la vida paradójicamente no son cosas.
Hay muchas otras cosas que pensaba de pequeño que iba a lograr y hoy me encuentro aceptando que no todo sucede como uno espera.
No conseguí ser el mejor en nada. Se que no soy precisamente un ejemplo de coraje. Hice mal muchas cosas. Ni siquiera me sentí un héroe anónimo. Dudé mucho de mi mismo y la paz se divorció de mi conciencia en muchas ocasiones. Y tengo también heridas que aún no pude cerrar.
Tengo miedos, como todos. Algunos muy banales y otros que me hielan la sangre:
Tengo miedo a olvidarme del vencimiento de la tarjeta.
A que el cajero me trague la tarjeta de débito antes de un fin de semana largo.
A perder una valija. O todas.
A perder las llaves de la casa.
A ser más o menos.
A sobrevivir a mis hijos.
Cada vez que reflexionaba sobre mi vida concluía que tenía todo. Y no me refiero (nuevamente) a cuestiones materiales, salvo por mi casa. El concepto de "todo" alcanza a tener salud, un trabajo que me permite cubrir las necesidades de mis hijos y las mias, ciertas comodidades, personas que me quieren bien y tengo a mis hijos, que son buenos chicos y están sanos. Sí, cada vez que alguien me preguntaba por ellos yo solía responder eso: son buenos chicos y están sanos.
Y acá viene el factor que determinó un cambio drástico en el sentido de estas líneas. La salud de Lau se resintió y mañana, el día que cumpliré cuarenta años, tendremos los resultados de sus análisis. El pronóstico por ahora no es bueno, pero la esperanza de que el asunto no sea tan serio no la pierdo.
Mientras tanto. me encuentro aferrándome a la escritura para sostenerme.
Mis hijos tienen sueños a pesar de su corta edad.
Lautaro sueña con tocar la batería como Jonathan Moffett, el ex baterista de Michael Jackson. Quiere tirar pasos como el rey del pop. Y quiere volar en avión del lado de la ventanilla para ver todo chiquito desde arriba. Quiere escalar una montaña y nadar en el mar.
Lucía sueña con tener un refugio para animales sin dueño. Y no entiende por qué la gente dice cosas hirientes. Quiere volver a la playa para atrapar moluscos y cocinarlos para mi.
Y yo, yo sueño con las mismas cosas desde que ellos llegaron a mi vida. Cada 16 de octubre, soplo velas pidiendo deseos para ellos.
Asi que mañana no será la excepción.
Mañana más que nunca, mi deseo será que sigan siendo buenos chicos y que, por favor, estén sanos.

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