lunes, 1 de octubre de 2018

Feliz martes Raúl.


El desenlace:
El celular vibraba con insistencia. Ella solía dejarlo en silencio cada vez que estaba con un cliente. Finalmente abandonó el submundo en el que estaba absorta y su mente reaccionó, para atender la llamada:
Rita: “Hola … no corazón, hoy estoy trabajando con clientes a domicilio, fijate que seguro dejé un cartelito en la puerta de la peluquería … claro amor, mañana a las 10 de la mañana ya estoy abriendo … dale, te espero mañana entonces … bárbaro, nos vemos, chaucito.”
Dejó el celular sobre la mesa del comedor, teñido de sangre, para volver a quedar atrapada mentalmente por lo que acababa de suceder.
Génesis:
Magalí y Rita son amigas desde que tienen memoria. Sus familias se mudaron al barrio de Las Flores el mismo año, cuando ellas aún eran bebés.
Si tuviesen que hacer un recuento de momentos compartidos, deberían recurrir a oyentes muy pacientes. Había otros niños en el barrio, claro. Pero la amistad entre ellas jamás se quebró. Ellas están unidas por los primeros juegos de la infancia, por árboles trepados, por robarle nísperos a la vecina de al lado de la casa de Rita, por timbres tocados y corridas alocadas, por pijamadas, por cumpleaños, navidades, comuniones, confidencias de primeros besos y de primeras veces, salidas a comprar ropa y préstamos infinitos de prendas y libros, salidas a boliches y regresos en taxi, vacaciones a la montaña y a la playa también. Conformaron una sociedad irrompible, lo que una no lograba hacer, la otra lo hacía por ambas. Una simbiosis potente donde Rita era la fuerte del dúo.
No fue de extrañar entonces que Rita sea la madrina de honor en el casamiento de Magalí y Raúl.
Raúl nunca le agradó a Rita. Y el sentimiento era notoriamente mutuo. Algo no le cerraba con ese grandote buenazo, siempre predispuesto para ayudar a todos, con la sonrisa siempre a flor de boca … tan atento … tan …  tan excesivamente tanto.
Rita no sabía querer a medias. Así que cuando tenía que exprimir sus verdades no tenía límites. La primer catarata de verdades contenidas fue lanzada cuando vio el primer moretón:
Rita: “Amiga, ¿qué te pasó en el brazo?”
Magalí: “¿Dónde?”
Rita: (tomándole el brazo) “Acá amiga, tenés flor de moretón, ¿qué te hicieron?”
Magalí: (sacudiendo el brazo hacia atrás) “Nada Rita, choqué con la puerta de mi dormitorio.”
Rita: “A ver amiga, te conozco de toda la vida, me podés decir qué te hizo. No lo permitas, ¿acaso no te querés?”
Magalí: (con cara de fastidio): “Me enferma cuando te ponés así de intensa, me di un golpe con la puerta, soy una tarada … estaba sin los lentes … no me jodas.”
Rita: “Voy yo a pegarle dos gritos.”
Magalí: “¡No! No te metas … ¡qué mala costumbre que tenés che!”
Magalí empezó gradualmente a modificar su vestimenta. Se cuidaba de cubrir sus piernas, sus brazos y sus ojos verdes con amplios lentes de sol que usaba aunque las nubes inunden el cielo. Una oportuna conjuntivitis los explicaba siempre.
La transformación de Magalí incluyó a sus habituales salidas, las que quedaron reducidas a sus clases de pilates, único desahogo permitido. Los encuentros entre las amigas se distanciaron. Magalí ya no iba a tomar mates a la peluquería de Rita.
Vecina: “Che Rita, ¿y tu amiga Magalí? Hace mucho que no se la ve por acá.”
Todos sabemos que las peluquerías son el punto neurálgico de las habladurías. Allí es donde los chismes nacen o se multiplican. Pero jamás mueren.
Rita: “Maga anda ocupada con sus clases de pilates.”
Vecina: “Bueno, pero no tiene clases todos los días … y ella es ama de casa y no tiene hijos aún … para mi el problema es el marido ... algo pasa.”
Rita: “¿Te gustan con cedrón los mates querida?”
Rita sabía que nada bueno pasaba en casa de Magalí. Claro, quién más que ella podía saber que el problema se llamaba Raúl. Pero jamás incluiría a su amiga de toda la vida en los radiopasillos del barrio de Las Flores.
El trato entre ellas, si bien había disminuido, no desaparecía del todo. Rita iba una vez cada dos meses para cortarle el pelo y regularmente intercambiaban mensajes por whatsapp.
Magalí ya no era la chica con chispa que Rita había conocido. Pudo ver como su amiga empezó a lucir como una estrella apagándose lentamente. Una zombie sin saberlo. Ya no escuchaba sus carcajadas estruendosas ni su voz alocada contando sus ocurrencias. Magalí vivía para su casa y para Raúl. O mejor dicho, para Raúl y para su casa. En este caso, el orden de los factores sí altera el producto.
En el fondo Rita no podía esconder su molestia con Magalí. Por qué no se dejaba ayudar, por qué no abría los ojos … se llenaba cuestionamientos hacia su amiga. Esa molestia empezaba a transformarse en rencor hacia ese hombre que estaba matando en vida a su amiga.
Y Rita sabía que Magalí era incapaz de cortar con Raúl. Magalí era la presa predilecta, esclava perpetua de un hombre que no iba a cambiar jamás. Rita tomó el toro por las astas, decidió hacer cumplir y respetar la ley que la hermanaba con Magalí: lo que una no lograba hacer, la otra lo hacía por ambas. Había un solo modo de salvar a Magalí.

Rita: “Amiga, vos sabés que contás conmigo, ¿cierto?”
Magalí: “Sí amiga, lo sé.”

Rita fue ese martes por la tarde a la casa de su amiga cargando su bolso con los materiales de peluquería. Después de tocar el timbre vino a su mente el recuerdo de ellas corriendo con todas sus fuerzas después de molestar a Doña Mecha, la vecina gruñona que las corría del frente de su casa con la escoba. Fue Raúl quien le abrió la puerta. Rita no pudo disimular su fastidio. Ella no sabía odiar a medias.
Raúl: “Rita … ¿qué querés?”
Rita: “Vengo a cortarle el pelo a mi amiga Raúl.”
Raúl: “Rita no volvió de su clase de pilates, le quedará una media hora.”
Rita: “¿Puedo esperarla adentro por favor? Está muy fuerte el sol.”
Raúl hizo una mueca de desagrado pero le cedió el paso. En la casa la luz estaba ausente. Era como entrar a un centro gris de energía negativa. Rita sintió un escalofrío.
Rita: “Raúl, ¿querés que te corte el pelo a vos hasta que llegue Magalí?”
Raúl: “Bueno, por qué no … de paso me ahorro tener que ir al peluquero … porque no me vas a cobrar, ¿verdad?”
Rita: “Ay Raúl, cómo se te ocurre, vení, sentate, ya preparo todo.”
Raúl se sentó y Rita le colocó el plástico para cubrirlo y proteger la ropa de los cabellos cortados. Lo peinó. Raúl tocó la pierna derecha de Rita y empezó a subir su mano despacio hasta detenerse en el muslo.
Rita: “Raúl, sacá ya tu mano de ahí.”
Raúl: “Qué pasa … ¿acaso no querías esto? … todas quieren lo mismo … son todas iguales … son todas putas …”
Raúl no pudo seguir hablando. Las tijeras de Rita se incrustaron en su yugular. La sangre oxigenada ya no podía llegar a su corazón. Intentó pararse, se dio medio vuelta, abrió grande sus ojos mientras sostenía las tijeras, para ver espantado como su sangre regaba el comedor. Vio venir a la muerte, vestida de mujer. Finalmente cayó desparramando su metro noventa en el piso de parquet.
Raúl murió con su sangre corriendo como único testigo.
Si bien era la primera vez que Rita mataba a alguien, descubrió que tampoco era buena para matar a medias.
Se sentó donde estaba Raúl hasta hace unos instantes, cerró sus ojos y respiró profundo.
En ese instante Magalí cruzó la puerta de casa, donde estuvo esperando todo el tiempo hasta que Rita haya terminado lo que fue a hacer. Se paró frente a Raúl, que seguía abriendo grandes los ojos y boqueaba intentando respirar, cada vez con menos éxito.
Magalí: “Feliz martes hijo de puta”.
De repente, el celular de Rita empezó a vibrar.

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