miércoles, 27 de noviembre de 2019

Crónica de mi muerte.


Mi vida ha llegado a su fin. No hay palabras de adiós emotivas. No hay reunión familiar con lágrimas alrededor de mi lecho mientras suena de fondo Adiós Nonino. No. Tan solo estoy yo, o mejor dicho, una versión muy poco encantadora de lo que fui, si es que alguna vez pude ser considerado un ser encantador.
Estoy en el piso del baño de mi trabajo. Nadie advertirá rápidamente que me ocurrió algo. Esta es una de las tantas veces que me quedé a trabajar después de hora, porque de ese modo puedo hacer mis cosas en paz. Es curioso, quizás me entusiasmé invocando a la paz, tanto que la encontré en su estado más absoluto.
No hay glamour en mi muerte. Estoy desparramado, con mis articulaciones plegadas de un modo antinatural. Y como frutilla del postre, mi cabeza impactó con el inodoro del baño antes de terminar de derrumbarme. Qué horror. Minutos antes estuvo sentado ahí el trasero de Hugo. Es injusto que el último rastro de vida de este mundo que me lleve sean las heces de un compañero.
Hablando de injusticias, deberíamos tener la chance de resetear la posición del cuerpo antes de ser encontrados. Como para dar una última buena impresión.
Mi corazón simplemente se detuvo de repente. No sé decirles la razón. Me morí y sigo sin saber grandes cosas de medicina. Seguramente será mi madre quien primero se angustie al no tener noticias mías y empezará la ronda de llamadas de rigor para ver si alguien sabe algo de mi, aunque esta vez sin éxito. Ese hilo de comunicaciones llegará hasta mi jefe, quien pedirá al portero del edificio que vaya a ver que todo esté bien conmigo.
Nuevamente el espanto. Seré descubierto por el portero que escucha a Valeria Lynch y a Amanda Miguel todas las mañanas. Él llamará a mi jefe y el hilo de comunicaciones hará el camino inverso.
La angustia de mi madre se hará realidad. De algún modo las madres saben lo que pasa sin necesidad de evidencias.
Mientras tanto, voy perdiendo color. Si siempre fui blanco esta vez el tono de mi piel parece papel. Llegaron médicos de un servicio de emergencias. Constatan que formalmente he pasado a mejor vida. Bueno, no sé si será una mejor vida, aún nadie me dio indicaciones sobre qué debo hacer, adónde ir, con quién debo hablar, si debo llenar un formulario o sacar un numerito.
Me pondrán dentro de una bolsa y me cargarán en una camilla, como si fuese una media res e iré a reposar al frío hasta que mi cuerpo sea retirado por mi familia.
Empezarán las llamadas y los mensajes, los “no puede ser, era tan joven”, “qué injusta es la vida”, “pobres sus hijos, tan pequeños” y por qué no, uno que otro “mirá, no me gusta hablar mal de la gente y menos de los muertos, pero por algo Dios hace las cosas”.
Las noticias de mi muerte llegarán antes a la madre de mis hijos y luego a la mujer que amo. La madre de mis hijos intentará en vano medir sus palabras para moderar el impacto del mensaje pero, ¿cómo se puede alivianar el peso de la muerte?
La mujer que amo endurecerá su mentón, forzándose a detener sus lágrimas. Imposible. Un sabor metálico y amargo se adueñará de su garganta.
La vida seguirá para todos. Mi vieja convivirá con un dolor terrible, pero seguirá su camino. Mis hijos irán cada tanto a dejar flores a una lápida fría. Volverán a reír. Buscarán encontrarme en sus gestos y en sus facciones. La mujer que amo volverá a amar, otra vez sentirá esa comezón en el estómago. Cada tanto se preguntará el porqué, o qué hubiese pasado si, o por qué fui tan cabeza dura y nunca le hice caso de no quedarme después de hora.
Mis ahora ex compañeros de trabajo bromearán sobre mi espíritu que ronda en la oficina para espantar. No se descuiden, probablemente lo haga, acabo de agendarlo. Buscarán un reemplazo. Le dirán “ojo que el que se sienta ahí, pasa para el otro lado”. Ojo pibe, en serio.
Mi vida finalmente no fue lo extensa que imaginé. Pude ver reír muchas veces a mis hijos. He sentido (de verdad) al viento, al sol y a la lluvia. He caminado descalzo. He corrido y he caminado lento. Disfruté de los noventa, la mejor década para la música. Amé y fui amado. Abracé. Mucho. Dije “te amo” todas las veces que pude. Pero hubiese querido más. Más de todo eso ¿Cuánto? No sé, no estoy en condiciones de decir basta.
Me quedé sin tiempo para compartir ese malbec catamarqueño que siempre dije que iba a volver a comprar y nunca lo hice. Tampoco podré comprar más libros para mis hijos o para mi, ni recitarle a ella ese texto de Dolina mientras compartimos unos mates. Tampoco haré ese viaje que siempre tenía agendado entre mis pendientes. Y mis notas, esos papelitos que dejo por todos lados con frases ocurrentes, no tendrán sentido en un texto que los abrace. Todo eso irá al cuaderno de las cosas destinadas a no suceder.
Sigo sin saber decirles qué hay del otro lado. Si hay otra vida o una reencarnación esperándome. Prometo contarles qué sucede en cuanto lo sepa. Mientras tanto, esa intriga me está matando. Si es que es posible morir dos veces.
Si hay otra vida me encontraré en la disyuntiva de desear ver nuevamente a mis seres queridos pero a la vez, ojalá falte mucho para que ocurra eso. Y si hay una reencarnación, por favor, solo deseo volver a hallar a quienes amo.

martes, 19 de noviembre de 2019

A las nueve.

¿Qué hora es? ¿Falta mucho para las nueve de la noche? No me gusta nada esa hora ... avisame por favor ... o mejor no me digas nada, mejor si pasa desapercibida.
Extraño a mi viejo. Pienso en él a diario y me pregunto recurrentemente qué hubiese pasado si tal cosa o tal otra. O por qué no aproveché más momentos con él.
Pero, como me dijo más de una vez, lo que no está pasando, no está pasando y punto. Y haciendo una analogía, lo que no pasó, no pasó y no hay nada más que hacer.
Ay mi viejo ... se pasó tantos años marchitándose por dentro. Reverdeció cuando me fui a vivir unos años con él. Era casi un niño, si lo vieras cómo le brillaban los ojos. Era feliz haciéndome el desayuno, puteándome para que me levante de una vez, porque siempre me gustó mucho dormir ... era una puteada con cariño, mi viejo no se enojaba por eso; sí cuando le mentía. Se ponía bravo, pero creo que más por enojado, por dolido.
Se esmeraba por sacarle provecho a cada momento que pasábamos juntos, pero naturalmente, no notabas que se esfuerce por demostrar. Creo que una de las veces que más se emocionó fue cuando compartimos la primer cerveza. Yo era una adolescente y mi viejo consideró que yo ya estaba en condiciones de tomar la primer birra. Obviamente, yo ya la había probado antes, pero si le decía que hubo una ocasión antes de esa, se iba a desmoralizar. Y si bien existieron otras cervezas antes, esa que compartimos fue maravillosa, la mejor de todas. Preparó una picada generosa, como para una docena de personas ... pasa que mi viejo era así, desmedido para demostrar amor.
Nos reímos tanto esa noche ... al final fueron dos cervezas y no quedaron rastros de la picada.
Disculpame que mire el reloj de pared cada tanto, es que la proximidad de las nueve me inquieta acá, dentro de mi pecho ... a esa hora de la noche mi viejo se iba de casa cada vez que venía a visitarnos.
Y eran las nueve de la mañana de un domingo cuando me dijo que se iba de la casa. Yo no recuerdo mucho de esa despedida, pero te juro, te juro que fue la primera vez que me rompieron el corazón. Hubo otras ocasiones por supuesto, vos sabés de esas otras, pero esa despedida me marcó para siempre.
Él venía a vernos religiosamente, llueve o truene, pero no era lo mismo. Y sé que para él tampoco.
Lo sé porque me lo dijo, me contó todo. Pero también porque se notaba en sus ojos. Tenía ojos tristes, una mirada de nostalgia permanente. Pero no tenía esos ojos cuando viví con él. En esos años puedo decir, sin temor a equivocarme, que fue un hombre feliz.
Claro que lo extraño ... me regaló sermones memorables; de la nada empezaba a hablarme con una solemnidad tan grande ... pero no te hacía sentir que él era superior, para nada, tenía el don de llegarte con sus palabras ... una vez, cuando le conté sobre algo feo que me dijeron y me hizo jurarle que nunca iba a creerme que yo era lo que me digan, ni lo bueno, ni mucho menos lo malo.
Lamento haber inclumplido ese juramento. En más de una ocasión me sentí poca cosa. Me lo creí, pero acá estoy, de pie, toda una mujer.
Sí, toda una mujer, pero sabés cuánto daría por volver a ser pequeña y que me acurruque mi viejo en sus brazos.
Las nueve en punto ... qué hora más fea ... al igual que se fue de casa un día a las nueve sin avisar, así también se fue de este mundo, sin que nadie lo sospeche, simplemente dejó de respirar un día a las nueve de la noche.
No te quiero deprimir, te conté todo esto para que entiendas por qué me pongo triste a veces ... vamos a la mesa hija, preparé una picada para que compartamos una cerveza, vamos a reirnos un rato, me hace falta.

lunes, 4 de noviembre de 2019

La revancha.

Francisco era un niño cuyo carácter vehemente no se condecía con su físico. Más que flaco, flacucho, de cabeza más bien grande comparada con su cuerpo, con cabellos poco agraciados. Pero calentón. Era como esos perros de raza diminuta que le ladran a todo el mundo. Se ponía colorado cada vez que se enojaba, lo que sucedía bastante seguido. Podríamos decir entonces, que el enojo era su estado habitual y lo extraño era ver cómo en realidad su piel era completamente blanca.
Era claramente el cabecilla de la bandita de niños de la cuadra a pesar de que era uno de los más pequeños. Ese grupito estaba integrado por el negro, su hermano el opaco (para distinguirlos), el cabezón, el anteojudo, el loco, el gordo y el flaco. Todos los apodos parecían de personajes colocados de antemano, a propósito, como si se tratara de encajar de manera forzosa un listado de nombres en una historia.
Ajeno a esa banda pero con influencia estaba Roque. Roque tenía dos años más que Francisco, pero era tan grandote que parecía que le llevaba al menos diez. Él aparecía cada tanto para molestar a la bandita, lo cual lógicamente era motivo de enojo de Francisco. Roque se juntaba con chicos más grandes, pero a veces el aburrimiento le ganaba y necesitaba hacerles alguna que otra maldad a ese grupo de chicos que pasaba las tardes en las calles del barrio. Desde empujar porque sí a cualquiera, tirarles la pelota al jardín del viejo Solano, ese que nunca les devolvía los balones, hasta tirarles con la honda. Roque tenía poco talento para la vida, pero tenía mucha puntería.
El único ámbito donde Francisco podía desquitarse de Roque era en una cancha de fútbol. En ese mundo de once contra once, Francisco era el rey del barrio. Y Roque no podía hacer nada para evitar que ese flacucho desgarbado realice un quiebre de cintura tras otro y lo deje desparramado sobre el pasto. Cuando Roque estaba en el equipo contrario, Francisco gritaba los goles que hacía con tanta fuerza, que los vecinos que vivían cerca de la cancha se acercaban a ver a quién estaban matando. Al día siguiente, Francisco asistía disfónico a clases, pero feliz por su pequeña revancha.
Con el tiempo la vecindad se acostumbró a los gritos desaforados de Francisco, pero Francisco jamás se acostumbró a tener que tolerar a Roque. Esos goles que hacía, por más lindos que eran, no bastaban para humillar a su oponente.
Pasó una cantidad innumerable de siestas pergeñando su venganza, la cual consistía básicamente en pegarle hasta hacerlo llorar. En muchas ocasiones Roque incluso terminaba desmayado. Obviamente, todo esto ocurría dentro de la fértil imaginación de Francisco.
Hasta intentó organizar un motín con la banda, exponiendo cómo tenía que atacar cada integrante a Roque. El opaco y el cabezón tenían que ser la fuerza de choque. El negro y Francisco eran los ágiles, quienes debían atacar con velocidad. Los demás tenían que colaborar a la distancia, por precaución.
A pesar del emotivo discurso, el sentimiento de preservar la vida pudo más en los integrantes de la banda y nadie se plegó a la suicida iniciativa de Francisco.
Casi que se resignó a que los días pasen uno tras otro, teniendo que soportar cada tanto las visitas de su enemigo mortal.
Hasta que un día de un caluroso verano, Roque se presentó con la intención de quitarles la pelota. Lo hizo y cuando estaba a punto de tirar la pelota al jardín del viejo Solano, Francisco hizo lo que nadie esperaba.
Francisco: "Roque sos un hijo de mil putas."
No, no de una, sino de mil.
Roque dejó la pelota, se dio vuelta y lo miró enfurecido al flacucho.
Roque: "¿Qué decís maricón?"
Todos los ojos estaban sobre Francisco. Francisco no quería mirar a nadie que no sea Roque. Tenía que sostenerle la mirada. Y sabía bien que no había vuelta atrás, pero si hubiese tenido la posibilidad de rebobinar esos últimos minutos, sin duda lo hubiese hecho.
Francisco: "Que sos un hijo de ..."
Francisco no tuvo tiempo de terminar la frase porque un trompadón de Roque impactó de lleno en su ojo izquierdo. El flacucho quedó tendido en la calle mientras Roque, como frutilla del postre, lanzaba finalmente la pelota al jardín del viejo Solano.
Francisco se levantó y sintió que algo corría por su cara. Pensó que era sangre, pero no, eran lágrimas. En parte por la bronca, en parte por el dolor. Los demás lo miraban con compasión. Al menos había sobrevivido. Un ojo morado que le duró un par de semanas fue el souvenir del intento de motín individual.
Francisco asumió que no podía hacer nada para herir a Roque. Llegó a creer eso, hasta que un par de años después, Franscisco se puso de novio con la hermana de Roque. Y eso a su enemigo mortal, le dolió como diez trompadas juntas.

Manual para matar.

¿Cómo matar a un no muerto? Lo sé, parece una pregunta estúpida, y quizás lo sea. Jamás me agradaron los dueños de verdades y no pretendo tr...