lunes, 4 de noviembre de 2019

La revancha.

Francisco era un niño cuyo carácter vehemente no se condecía con su físico. Más que flaco, flacucho, de cabeza más bien grande comparada con su cuerpo, con cabellos poco agraciados. Pero calentón. Era como esos perros de raza diminuta que le ladran a todo el mundo. Se ponía colorado cada vez que se enojaba, lo que sucedía bastante seguido. Podríamos decir entonces, que el enojo era su estado habitual y lo extraño era ver cómo en realidad su piel era completamente blanca.
Era claramente el cabecilla de la bandita de niños de la cuadra a pesar de que era uno de los más pequeños. Ese grupito estaba integrado por el negro, su hermano el opaco (para distinguirlos), el cabezón, el anteojudo, el loco, el gordo y el flaco. Todos los apodos parecían de personajes colocados de antemano, a propósito, como si se tratara de encajar de manera forzosa un listado de nombres en una historia.
Ajeno a esa banda pero con influencia estaba Roque. Roque tenía dos años más que Francisco, pero era tan grandote que parecía que le llevaba al menos diez. Él aparecía cada tanto para molestar a la bandita, lo cual lógicamente era motivo de enojo de Francisco. Roque se juntaba con chicos más grandes, pero a veces el aburrimiento le ganaba y necesitaba hacerles alguna que otra maldad a ese grupo de chicos que pasaba las tardes en las calles del barrio. Desde empujar porque sí a cualquiera, tirarles la pelota al jardín del viejo Solano, ese que nunca les devolvía los balones, hasta tirarles con la honda. Roque tenía poco talento para la vida, pero tenía mucha puntería.
El único ámbito donde Francisco podía desquitarse de Roque era en una cancha de fútbol. En ese mundo de once contra once, Francisco era el rey del barrio. Y Roque no podía hacer nada para evitar que ese flacucho desgarbado realice un quiebre de cintura tras otro y lo deje desparramado sobre el pasto. Cuando Roque estaba en el equipo contrario, Francisco gritaba los goles que hacía con tanta fuerza, que los vecinos que vivían cerca de la cancha se acercaban a ver a quién estaban matando. Al día siguiente, Francisco asistía disfónico a clases, pero feliz por su pequeña revancha.
Con el tiempo la vecindad se acostumbró a los gritos desaforados de Francisco, pero Francisco jamás se acostumbró a tener que tolerar a Roque. Esos goles que hacía, por más lindos que eran, no bastaban para humillar a su oponente.
Pasó una cantidad innumerable de siestas pergeñando su venganza, la cual consistía básicamente en pegarle hasta hacerlo llorar. En muchas ocasiones Roque incluso terminaba desmayado. Obviamente, todo esto ocurría dentro de la fértil imaginación de Francisco.
Hasta intentó organizar un motín con la banda, exponiendo cómo tenía que atacar cada integrante a Roque. El opaco y el cabezón tenían que ser la fuerza de choque. El negro y Francisco eran los ágiles, quienes debían atacar con velocidad. Los demás tenían que colaborar a la distancia, por precaución.
A pesar del emotivo discurso, el sentimiento de preservar la vida pudo más en los integrantes de la banda y nadie se plegó a la suicida iniciativa de Francisco.
Casi que se resignó a que los días pasen uno tras otro, teniendo que soportar cada tanto las visitas de su enemigo mortal.
Hasta que un día de un caluroso verano, Roque se presentó con la intención de quitarles la pelota. Lo hizo y cuando estaba a punto de tirar la pelota al jardín del viejo Solano, Francisco hizo lo que nadie esperaba.
Francisco: "Roque sos un hijo de mil putas."
No, no de una, sino de mil.
Roque dejó la pelota, se dio vuelta y lo miró enfurecido al flacucho.
Roque: "¿Qué decís maricón?"
Todos los ojos estaban sobre Francisco. Francisco no quería mirar a nadie que no sea Roque. Tenía que sostenerle la mirada. Y sabía bien que no había vuelta atrás, pero si hubiese tenido la posibilidad de rebobinar esos últimos minutos, sin duda lo hubiese hecho.
Francisco: "Que sos un hijo de ..."
Francisco no tuvo tiempo de terminar la frase porque un trompadón de Roque impactó de lleno en su ojo izquierdo. El flacucho quedó tendido en la calle mientras Roque, como frutilla del postre, lanzaba finalmente la pelota al jardín del viejo Solano.
Francisco se levantó y sintió que algo corría por su cara. Pensó que era sangre, pero no, eran lágrimas. En parte por la bronca, en parte por el dolor. Los demás lo miraban con compasión. Al menos había sobrevivido. Un ojo morado que le duró un par de semanas fue el souvenir del intento de motín individual.
Francisco asumió que no podía hacer nada para herir a Roque. Llegó a creer eso, hasta que un par de años después, Franscisco se puso de novio con la hermana de Roque. Y eso a su enemigo mortal, le dolió como diez trompadas juntas.

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