Mi vida ha llegado a su fin. No
hay palabras de adiós emotivas. No hay reunión familiar con lágrimas alrededor
de mi lecho mientras suena de fondo Adiós Nonino. No. Tan solo estoy yo, o mejor
dicho, una versión muy poco encantadora de lo que fui, si es que alguna vez
pude ser considerado un ser encantador.
Estoy en el piso del baño de mi
trabajo. Nadie advertirá rápidamente que me ocurrió algo. Esta es una de las
tantas veces que me quedé a trabajar después de hora, porque de ese modo puedo
hacer mis cosas en paz. Es curioso, quizás me entusiasmé invocando a la paz,
tanto que la encontré en su estado más absoluto.
No hay glamour en mi muerte.
Estoy desparramado, con mis articulaciones plegadas de un modo antinatural. Y
como frutilla del postre, mi cabeza impactó con el inodoro del baño antes de
terminar de derrumbarme. Qué horror. Minutos antes estuvo sentado ahí el
trasero de Hugo. Es injusto que el último rastro de vida de este mundo que me
lleve sean las heces de un compañero.
Hablando de injusticias, deberíamos
tener la chance de resetear la posición del cuerpo antes de ser encontrados.
Como para dar una última buena impresión.
Mi corazón simplemente se detuvo
de repente. No sé decirles la razón. Me morí y sigo sin saber grandes cosas de
medicina. Seguramente será mi madre quien primero se angustie al no tener
noticias mías y empezará la ronda de llamadas de rigor para ver si alguien sabe
algo de mi, aunque esta vez sin éxito. Ese hilo de comunicaciones llegará hasta
mi jefe, quien pedirá al portero del edificio que vaya a ver que todo esté bien
conmigo.
Nuevamente el espanto. Seré
descubierto por el portero que escucha a Valeria Lynch y a Amanda Miguel todas
las mañanas. Él llamará a mi jefe y el hilo de comunicaciones hará el camino
inverso.
La angustia de mi madre se hará
realidad. De algún modo las madres saben lo que pasa sin necesidad de
evidencias.
Mientras tanto, voy perdiendo
color. Si siempre fui blanco esta vez el tono de mi piel parece papel. Llegaron
médicos de un servicio de emergencias. Constatan que formalmente he pasado a
mejor vida. Bueno, no sé si será una mejor vida, aún nadie me dio indicaciones sobre qué
debo hacer, adónde ir, con quién debo hablar, si debo llenar un formulario o
sacar un numerito.
Me pondrán dentro de una bolsa y
me cargarán en una camilla, como si fuese una media res e iré a reposar al frío
hasta que mi cuerpo sea retirado por mi familia.
Empezarán las llamadas y los
mensajes, los “no puede ser, era tan joven”, “qué injusta es la vida”, “pobres
sus hijos, tan pequeños” y por qué no, uno que otro “mirá, no me gusta hablar
mal de la gente y menos de los muertos, pero por algo Dios hace las cosas”.
Las noticias de mi muerte
llegarán antes a la madre de mis hijos y luego a la mujer que amo. La madre de
mis hijos intentará en vano medir sus palabras para moderar el impacto del
mensaje pero, ¿cómo se puede alivianar el peso de la muerte?
La mujer que amo endurecerá su
mentón, forzándose a detener sus lágrimas. Imposible. Un
sabor metálico y amargo se adueñará de su garganta.
La vida seguirá para todos. Mi
vieja convivirá con un dolor terrible, pero seguirá su camino. Mis hijos irán cada tanto a dejar flores
a una lápida fría. Volverán a reír. Buscarán encontrarme en sus gestos y en sus
facciones. La mujer que amo volverá a amar, otra vez sentirá esa comezón en el
estómago. Cada tanto se preguntará el porqué, o qué hubiese pasado si, o por
qué fui tan cabeza dura y nunca le hice caso de no quedarme después de hora.
Mis ahora ex compañeros de
trabajo bromearán sobre mi espíritu que ronda en la oficina para espantar. No
se descuiden, probablemente lo haga, acabo de agendarlo. Buscarán un reemplazo.
Le dirán “ojo que el que se sienta ahí, pasa para el otro lado”. Ojo pibe, en
serio.
Mi vida finalmente no fue lo
extensa que imaginé. Pude ver reír muchas veces a mis hijos. He sentido (de
verdad) al viento, al sol y a la lluvia. He caminado descalzo. He corrido y he
caminado lento. Disfruté de los noventa, la mejor década para la música. Amé y
fui amado. Abracé. Mucho. Dije “te amo” todas las veces que pude. Pero hubiese
querido más. Más de todo eso ¿Cuánto? No sé, no estoy en condiciones de decir
basta.
Me quedé sin tiempo para
compartir ese malbec catamarqueño que siempre dije que iba a volver a comprar y
nunca lo hice. Tampoco podré comprar más libros para mis hijos o para mi, ni
recitarle a ella ese texto de Dolina mientras compartimos unos mates. Tampoco
haré ese viaje que siempre tenía agendado entre mis pendientes. Y mis notas,
esos papelitos que dejo por todos lados con frases ocurrentes, no tendrán
sentido en un texto que los abrace. Todo eso irá al cuaderno de las cosas
destinadas a no suceder.
Sigo sin saber decirles qué hay
del otro lado. Si hay otra vida o una reencarnación esperándome. Prometo
contarles qué sucede en cuanto lo sepa. Mientras tanto, esa intriga me está
matando. Si es que es posible morir dos veces.
Si hay otra vida me encontraré en
la disyuntiva de desear ver nuevamente a mis seres queridos pero a la vez, ojalá falte
mucho para que ocurra eso. Y si hay una reencarnación, por favor, solo deseo
volver a hallar a quienes amo.
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