viernes, 19 de octubre de 2018

El hijo del matriarcado.

En el recuerdo más lejano que tengo con mi vieja estamos acostados en la cama que compartíamos, ella leyéndome una historieta o un cuento y yo escuchando atentamente. Debo haber tenido unos cuatro años.
Ella estaba cansada e intentaba saltearse alguna hoja pero yo siempre me daba cuenta y le decía que se había pasado una página. Mi vieja seguía leyendo mientras yo le pellizcaba el codo y me dormía.
Era un ritual diario, cada vez que las guardias del hospital y del sanatorio donde laburaba se lo permitían.
La Gringa laburaba en dos partes, asi que tenía poco tiempo para compartir con ella. El resto del tiempo estaba con mi abuela, la Maga. Los nombres de todas las integrantes de la casa de Bernarda Alba empiezan con un artículo.
La Gringa me llevó al colegio los primeros años. Salíamos super temprano y la acompañaba al hospital. Yo me quedaba sentado en un rincón de la oficina viendo como ella acomodaba la jornada, definiendo las tareas del resto de las enfermeras. Porque ella era la jefa. Ponía orden en el hospital, en el sanatorio y en la casa. Era la puta ama mucho antes de que exista Messi.
Una vez que definía la jugada, me llevaba al cole, que quedaba a unas cuantas cuadras del hospital. Me daba un beso y me dejaba ahí.
A la salida pasaba la Maga a buscarme. Una vez a la semana hacíamos una escala técnica en el viejo mercado de Abasto. Ese lugar hoy es un shopping y tiene un hotel de esos internacionales, pero en esos años era un lugar lleno de puestos de verduras, frutas y carnes varias.
Salíamos con bolsas llenas y nos íbamos a la casa.
El almuerzo estaba a cargo de la Maga, que ya estaba empezado antes de que ella salga a buscarme. Las porciones siempre eran abundantes y nunca faltaba la sopa. En casa siempre había olor a comida. Siempre. La sopa, junto a los guisos y las verduras eran motivo de eterna discusión en la mesa. Aprendí a comer de todo a medida que fui creciendo pero admito que la Maga la pasaba brava conmigo.
Bravo como cuando me hice el muerto. Hagamos un paréntesis en la historia. Un día sábado decidí que iba a ser muy gracioso ponerme un poco de salsa de tomate en la comisura de los labios y aguantarme la respiración en la cama de ella con la mirada perdida. La Maga se desmayó. O como cuando le cambié los fósforos que tenía para encender velas para sus santitos por raspafósforos. Sí, la hice renegar bastante. Pero lo compensó siempre con unos hermosos varillazos con las ramas del siempreverde que teníamos en la vereda, previa persecusión por la casa.
Después de almorzar, llegaba la Consuelo con una pila de historietas, revistas y libros que canjeaba todos los días cuando salía de su trabajo.
Eso era lo mejor del mundo para mi. Ese instante en el que elegía el orden en que leería todo para luego acostarme en el piso del living a devorarme los regalos.
A la tarde salía a jugar, porque a la siesta andaban el viejo de la bolsa y las gitanas y le gastaba las rodillas a los pantalones largos en el invierno jugando a la pelota y en el verano me gastaba mis rodillas.
Era la Chicha la encargada de remendar la ropa y de hacer los ruedos de los pantalones. Casi todos mis pantalones largos tenían rodilleras y muchas camisetas y camisas tenían remiendos en los codos.
La encargada de curar las rodillas peladas era la Gringa y en esos años no existían desinfectantes amables con los niños. Todo ardía, todo era amargo, todo dolía.
Para mi siempre fue más sencillo celebrar el día de la madre porque tenía más de una mamá.
El lío era el día del padre, que era algo extraño para mi.
A la Maga le mandaré un beso y una sonrisa al cielo. Se lo ganó conmigo en un 99,9%.
Al resto de las integrantes, ya veré qué les compro. Lo que sea, va a ser nada comparado con todo lo que me dieron

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