miércoles, 12 de septiembre de 2018

De maestros y otras yerbas.

Ya antes del jardín de infantes empecé a desarrollar mis dotes de autodidacta. Hartas las integrantes de la casa de Bernarda Alba de mis pedidos para que me lean todo, cansado yo de depender de ellas, aprendí a leer por mi cuenta. Lo primero que leí fue una historieta del diario.
Así llegué al jardín, sabiendo leer, sabiendo contar hasta mucho bastante, y poco tolerante.
No recuerdo mucho de mi maestra de jardín. Ni siquiera me acuerdo de su nombre. Pero no olvido que todas las semanas me castigaba obligándome a sentarme al lado de una nena. Sí, están leyendo bien. El motivo del castigo era que le decía que me aburría. Sí, siguen leyendo bien.
Obviamente jamás me hizo pasar a la bandera. Pasó hasta el pibe que comía mocos.
Salí de ese inframundo en que no hice más que sentirme incomprendido y llegué a manos de la seño Teresita, mi maestra de primer y segundo grado.
Una genia. Ella me tuvo una super paciencia y supo guiar mi ansiedad por aprender todo ya. Pero hay un momento que tengo grabado en mi memoria. Una vez estaba haciendo carreras con un compañero del grado. No, en el patio no. Sobre los escritorios del grado. Yo iba ganando, pero presagiando una vida plena de éxito cuando me faltaba un escritorio le erré y mi mandíbula dio en un extremo de la mesa de metal. Conclusión ... sangre por todos lados. La seño Teresita me llevó a un sanatorio cercano y mientras me cosían me sostuvo la mano.
Ese gesto lo tengo super presente.
Pero hay otro momento con la seño Teresita que tengo que compartir con ustedes, pero será más adelante dentro de este relato.
En tercer grado me esperaba la seño Elvira. Sí, Elvira, ya su nombre era una profecía de maldad infinita. Estoy exagerando, pero era brava. Intimidaba. Una vez nos avisó que al día siguiente nos iba a tomar tablas. Yo tenía tanto miedo que cuando me tocó y respondí bien sentí un alivio tan grande que fue como ganar el telekino. Pero cuando nos tomó verbos no tuve tanta suerte. Yo estaba sentado al lado de Pablito. Y la seño Elvira se acercaba ... hasta que finalmente llegó.

Seño Elvira: "Usted (señalando a Pablo), dígame un verbo"
Pablito: "Llover"
Seño Elvira: "¡Burro! ¿Cómo llover va a ser un verbo? ¿Acaso usted llueve?"

La seño Elvira me miró y lanzó:
Seño Elvira: "Usted niño, dígame un verbo"
Fer: "Llovizar"

Sí, para ustedes es gracioso. Y para el resto del grado, inclusive para Pablito, también lo fue. Para mi no. Tuve que pasar al frente a conjugar diez verbos.

En cuarto y quinto tuve que padecer a la señorita Senda. Ella no tenía ninguna reserva en ocultar su desagrado hacia mi por vaya uno a saber qué cosa. Yo sacaba las mejores notas pero siempre quedaba relegado en todas las actividades. Fueron dos años bastante largos. En medio de ese período, una vez sucedió una travesura. No fui yo el culpable mal pensados. Pero estaba dentro del listado del sospechosos. Estábamos al frente diez pibes, al mejor estilo de rueda de reconocimiento policial. La seño Senda decidió que recurriendo a la seño Teresita iba a poder descubrir al culpable. De todos modos, la seño Teresita nos conocía muy bien a todos. Eso pensé yo, que ella me iba a sacar de la lista de sospechosos ni bien cruce la puerta del grado. Pero no, quedé dentro de los tres finalistas y recién ahí ella pensó que yo no podía ser. Sentí, quizás por primera vez en mi vida, que mi corazón se rompía.

Hagamos un paréntesis. En las materias especiales desfilaron un montón de maestras y maestros. Pero tengo que detenerme en una. La señorita Robles, maestra de actividades prácticas, la gran emisora de notas en el cuaderno de comunicaciones quejándose de mi nula predisposición para hacer la tarea. "Para qué me va a servir eso", "eso es cosa de mujeres" (no se asusten, el machismo no me duró mucho), "la señorita me odia". Todos esos argumentos eran usados por mi para rebelarme.
Pero, fui amenazado por la Gringa. Daba la casualidad que la seño Robles era amiga de una de las integrantes de la casa. Otra muestra más del éxito de mi vida. Bien, aprendí a pegar botones, a hacer muebles con broches, pescaditos con papel glasé y portamacetas con soga.

En los dos últimos grados tuve a las dos seños Silvia. Entre ellas se repartían las cuatro materias básicas. Ambas fueron super buenas conmigo y también se armaban de toda la paciencia para contener mis vaivenes emocionales y mi motivación o la falta de ella.

En la secundaria tuve a mil profesores. Unos pocos me marcaron para bien. Del resto no recuerdo ni el rostro. En esos pocos se notaba pasión. Y me quedo con eso. Con esas energías del que trabaja de lo que ama.

Luego, la vida hace que te encuentres con maestros en distintos órdenes. No voy a hacer incapié en ninguno/a en especial. No ahora al menos. De cada uno de ellos me quedo con lo bueno.
Con lo que quiero y lo que no quiero para mi vida. Con lo que debo hacer y lo que no.

Pero no quiero cerrar este posteo sin dedicarle unas palabras a mi enfermedad, gran maestra, que me sacó de la órbita para que me enfoque en reordenar mi vida, en barajar y dar de nuevo, en intentarlo y equivocarme. Equivocarme con ganas, hacer las cosas mal hasta el fondo y volver de abajo para seguir intentando. A ella, a mi enfermedad le debo mi vida paradójicamente. Sin ella yo sería sin duda un ente sin gracia, muerto sin notarlo.

A todos mis maestros y maestras, gracias por guiarme hasta acá. Es lo que hay. Pero le echo ganas.

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