jueves, 6 de septiembre de 2018

Yo creía.

Cuando era niño y dormía en la misma cama de mi vieja, esa cama de una plaza, en ese dormitorio había colgados algunos cuadritos. Tengo un grabado, era un rectángulo de cerámica de unos 10 centímetros por 20. Tenía estampado un dibujo de una mujer y un niño, sentados sobre un planeta, sonriendo.

Fer: "Ma, ¿quiénes son los del dibujo?"
La Gringa: "Esos somos nosotros dos. Yo fui a buscarte a ese planeta y te traje conmigo."

No, mi vieja no fumaba nada raro, salvo unos Benson & Hedges negros que cada tanto pitaba. Simplemente a pesar de hacerse la dura, tenía sus vetas tiernas.
Yo creía ciegamente en esa historia. Que estaba solo en un planeta perdido en la vía láctea y que mi vieja fue a buscarme para que esté con ella.

También creia que cuando crezca, iba a recibirme de médico e iba a ser compañero de trabajo de ella.

Yo tenía algunos rompecabezas. Me gustaban los desafiantes, mientras más piezas, más me empecinaba en armarlos. Había un amigo de la familia que adoraba acercarse cuando estaba a punto de completarlos y desarmarlos del todo. Yo lloraba porque creia que eso era lo peor que me podía pasar en mi vida.

Mi tío José, tío abuelo en realidad, me pasaba su barba brotada por mi rostro y me auguraba que de inmediato me iba a crecer la barba. Yo gritaba espantado y salía corriendo hasta el dormitorio de mi abuela, para pararme frente al espejo de su placard y me quedaba un buen rato, para asegurarme de que mi rostro seguía lampiño.

Mi abuela me cocinaba mientras yo hacía reposo por una hepatitis en mi infancia. Hacía unas albóndigas que eran más ajo que carne. Según ella, eso era comida de dieta. Yo le creía. Desde entonces aprendí a amar al ajo. El ajo puede que sea un maloliente estando crudo. Pero desde ese momento, desde que está desnudo frente a vos, cuando te decidís a incorporarlo a un menú, tiene la enorme amabilidad de mejorar todo lo que toca y a la vez mejora él mismo. Me encanta verlo desde ese punto de vista.

En las noches de verano, mientras cenábamos, me sentaban al lado de la ventana que daba al jardín del frente de casa y en la ventana se pegaba una ranita verde. Yo le tenía pánico. De eso se aprovechaban en la casa de Bernarda Alba para hacer que tome la sopa. O la tomaba o la rana me mordía. Ah, la rana tenía bigotes. Yo creía ciegamente en eso.

A la siesta no podía pisar la calle, porque iba a ser secuestrado de inmediato por el viejo de la bolsa. Era muy loco, todos sabían que había un viejo depravado cargando una bolsa donde metía niños y se los llevaba pero el tipo no era buscado por la policía. Yo creía en esa historia de punta a punta.

Teníamos en casa un salero con forma de un rostro de un anciano que sonreía. Nada tétrico, era simpático. "Ese es tu padrino" me dijo una de las integrantes de la casa. No recuerdo quién fue. Pero para mi, era mi padrino. Yo creía.

Por las noches, si no me iba a la cama temprano, corría el riesgo de ser secuestrado por la bruja paratuja. El barrio sin duda estaba siendo acosado por una plaga de secuestradores.

Desde la cuadra donde vivo se puede ver la cima del cerro San Javier y por las noches despejadas se pueden ver las luces de las edificaciones. Eso puede ser apreciado en cualquier momento del año. Pero en la semana previa al día de Reyes, para mi esas luces eran de los reyes magos que venían bajando el cerro con sus regalos.

Cuando era chico y subía al Chevy amarillo de mi padrino, sentía que estaba en una nave espacial. Ese auto era un toro, no lo frenaban ni las calles de tierra enlodada del campo. Yo creía que ese auto era inmortal.

Y vos ... ¿en qué creías?

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