miércoles, 8 de agosto de 2018

La parca.

En alguna oportunidad les conté que mi familia era utilizada por los parientes como hotel gratis. Sí, la gente llegaba sin avisar, y quien les escribe tenía que ceder porción de comida y cama. A dormir en el colchón extra en el piso del living señores.
Los motivos de las visitas eran diversos, pero hoy quiero contarles sobre uno muy específico: cuando venían a morir.
No, no estoy exagerando. Sucede que nuestros parientes entendían que como la Gringa era enfermera y había otras mujeres además viviendo en casa, cuidar del familiar enfermo hasta su muerte era una tarea apropiada para nosotros. Con nosotros me refiero a que la parentela asumía que cuidar enfermos era trabajo de mujeres.
El desfile de difuntos empezó con un tío abuelo, mi tío Fernando. Yo tenía poco menos de tres años pero tengo grabado en mi mente que el estaba ya fallecido en una cama en el dormitorio de mi abuela.
Después le tocó a otro tío abuelo, mi tío José. Él también falleció en el mismo dormitorio. Después siguieron al menos media docena más de personas.
Sí, somos en realidad una mezcla de la casa de Bernarda Alba y la casa de los espíritus.
Pero quiero detenerme en uno de los fiambres en particular: el tío Paco. Él estaba casado con una hermana de mi abuela y lo instalaron en una cama al lado de mi cama.
Asi como leen. Yo tenía 9 años y me encajaron un futuro pasajero al más allá.
"Entre hombres se van a entender" habrán pensado las tipas de la casa. Pero, la realidad era que yo no le caía bien al tío Paco. Y él tampoco a mi.
A él no le agradaba que yo jugase a la pelota en el fondo de casa. A mi no me caían simpáticos sus sonidos nocturnos.
A él no le resultaba simpático que yo haga problemas para tomar la sopa. A mi no me atraía el ruido que hacía él al tomarla.
A él no le caía bien que yo haga rápido la tarea y salga a jugar. A mi no me gustaba que me demande.
Era un duelo a muerte. Ok, no fue una frase afortunada.
Así nos mantuvimos por unos meses. No nos hablábamos. Nos saludábamos arqueando las cejas. Era un duelo silencioso.
Hasta que finalmente la parca se acordó del tío Paco. Un día volví del colegio y me dieron la noticia. Me apenó a pesar de las batallas que mantuvimos a diario.
Lo velaron y lo enterraron al día siguiente.
Y a la noche tuve que volver a mi habitación, dormir en ella, con la luz apagada, al lado de la cama del reciente finadito, con 9 años, temiendo que venga su espíritu desde el más allá para hacer ruido mientras tomaba un plato de sopa.
No pegué un ojo, lo admito. Quizás no haya sido cobardía, sino falta de coraje (?)
Por las dudas tío Paco te cuento, la sopa ya me gusta.

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