martes, 16 de abril de 2019

El precio del silencio.

Tres alarmas tengo para despertarme. Ese es el nivel de confianza que deposito en mi. Son los primeros sonidos que escucho en el día (aunque para ser precisos, aún no salió el sol)
Después reina el más absoluto de los silencios.
Hasta que empiezo a preparar mi desayuno y empiezo mi unipersonal con la licuadora, la minipimer, la tostadora y/o la waflera, pero todo alrededor parece sacado de una escena de cine mudo.
De repente, a las 6:30 en punto se activa la alarma del auto del vecino. Suena por aproximadamente tres minutos. Sí, parece que a él no le molesta en absoluto que la paz de la cuadra se altere mientras él aguarda pacientemente a que se le antoje apagarla. Adoro a mi vecino.
A las 6:45 pasa corriendo una parejita. Parece que siempre salen tarde. Parece también que ya todos adivinamos el motivo. Que viva el amor.
A las 6:55 sale mi vecina, entonces ya sé que debo apurar los trámites.
El bondi pasa a las 7 en punto. Subo y saludo al chofer. Porque yo saludo al subir y al bajar. Al bajar muevo la mano en modo Eva Perón.
El chofer de turno es una ruleta rusa. Puede que sea el rockero en un día de suerte. Pero puede que no. Puede que nos toque el chofer fanático de Palito Ortega y sus secuaces. Pero puede ser peor todavía; existe la posibilidad que de la baraja salga el chofer cuartetero (del recuerdo) o la versión más intensa: el que escucha las noticias a todo volumen.
No tengo nada personal contra el cuarteto, lo aclaro, pero a las 7 de la mañana uno quiere ir mirando a un punto fijo sin que le dirijan la palabra. En lo posible durmiendo. Le pido perdón a mis ocasionales vecinos de asiento, pero yo duermo... de un modo muy notorio como para intentar describirme brevemente.
En el bondi la fauna es dominada por quienes justamente van mirando a un punto fijo. Algunos van con los auriculares a todo lo que da. Otros están hipnotizados en su celular. Va una chica que lee. Ella me cae bien pero no lo sabe.
Va una pareja (otra pareja) mimándose.
Van algunos niños a a la escuela. Todos con cara de dormidos. Sus padres tienen más cara de dormidos.
Va la señora que termina de maquillarse en el viaje a pesar de los saltos que damos. La admiro. Yo terminaría como Krusty.
Va la dama que se le pega al chofer durante todo el trayecto.
Y va el que se duerme; va dando cabezazos y tiene la boca abierta. Qué espanto de imaginarme así. Pero es la penosa realidad, ese tranquilamente podría ser yo.
Finalmente mi viaje se termina, camino unas cuadras y llego al edificio donde trabajo, donde el portero me recibe escuchando a Valeria Lynch o a Pimpinela.
Abro la empresa, prendo mi computadora y me pierdo nuevamente en el silencio, en mi preciado silencio hasta que llegue el resto de la tropa, cuando esa burbuja estalla.
Pero hasta eso, disfruto de mis quince minutos de soledad, musicalizados en mi mente por el estribillo de "la dueña de la noche".
El silencio vuelve justamente cuando cae la noche. A veces me abraza y a veces me ahoga, en una especie de equilibrio justo.
De repente, suena la primer alarma. Silencio.


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