Soy de caminar rápido. Y con la mirada en el piso. Cada tanto alzo la mirada porque algún sonido me llama la atención o para mirar alguna casa o edificio o jardín que me gusta. Esa tarde fue la voz de un niño lo que me sacó de mi concentración momentánea.
El niño habrá tenido unos diez, quizás once años. Estaba vestido de un modo humilde e iba de la mano de su papá, también vestido de manera sencilla. Advertí que el señor llevaba también un bastón para no videntes. Mientras, su hijo le relataba lo que había alrededor: "Acá hay edificios muy lindos, no se parece en nada a donde vivimos, hay muchos autos bonitos, casas lindas, negocios ..."
Íbamos en sentido contrario, no sé cómo habrá continuado el relato guía y no me sale bien lo de ser disimulado para escuchar, pero me quedé con esa escena grabada, de ese niño tomando de la mano a su papá y explicándole la escena de un modo tan amoroso.
Empecé a preguntarme cuántas veces busqué la belleza en lugares y situaciones tan complejas cuando siempre la respuesta se encuentra en lo más simple del mundo. Está al alcance de la mano.
La belleza y el amor están en gestos, miradas, sonrisas, mensajes, abrazos, una comida, en vivir una experiencia, que puede durar un instante o mucho más.
La pregunta que se impone entonces es, ¿de cuánta belleza nos estamos perdiendo cada día?
¿Valió la pena ese día si no apreciaste aunque sea un momento la belleza que te rodea, más allá de la situación que te toque atravesar? ¿Será que esa belleza está para rescatarnos de lo negativo que nos toca experimentar? Yo creo que sí.
Que esos detalles están siempre, al margen de la intensidad de la rutina, al margen de los problemas, están ahí, listos para que nos detengamos y levantemos la mirada y nos demos cuenta de que no todo está mal, que no todo está podrido, y que vale la pena seguir intentando ser feliz.
martes, 23 de julio de 2019
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