miércoles, 10 de julio de 2019

El instante.

Miré al reloj que estaba sobre la mesa del living y las agujas parecían haberse eternizado en las 16 horas. El tiempo pasaba en cámara lenta y las ganas de que sean las 17 horas se hacían cada vez más intensas.
Agarré una revista de historietas, que ya había leído infinidad de veces al punto que me sabía de memoria muchas de las viñetas y la terminé en cuestión de minutos. Encima eso, hasta lectura rápida tenía. Miré una vez más al reloj y nada, aún faltaba para que sean las cinco de la tarde.
Busqué el atlas, la enciclopedia de medicina, el diccionario gigante de editorial Larousse que me habían comprado cuando apenas había aprendido a leer y todo me resultaba conocido. Ya sabía cuál era la capital de Madagascar, la moneda oficial de Laos, cuántos idiomas se hablaban en Suiza y cuál era el clima predominante en los países escandinavos. Me estaba costando encontrar palabras desconocidas y ya había buscado en el diccionario todas las palabras graciosas (pedo, culo, eructo, etc.) Ya sabía qué eran los glóbulos rojos y para qué servían.
El reloj parecía disfrutar de mi padecimiento. Hasta que finalmente, las agujas se alinearon indicando la llegada de las cinco.
Abrí la puerta que va hacia los dormitorios y en puntas de pie fui hasta el de mi vieja.
Fer: "Ma, ¿puedo pasar?"
Silencio. Insistí.
Fer: "Ma, ¿estás despierta ya?"
La Gringa: "Sí, pasá ... qué pasa, qué hora es."
Fer: "Las cinco ma, ¿puedo meterme en la pileta ya?"
La Gringa: "Sí, andá."
Era el típico verano tucumano y no veía las horas de sumergirme en la pileta de lona. Ni muy grande, ni muy pequeña. Mediana, como todo lo que tuvimos en casa, ni muy muy, ni tan tan.
Yo tenía 10 años y mis amigos esperaban la autorización de la Gringa para que ingresemos a la pileta.
Mi vieja venía de una guardia eterna en el hospital, habrá dormido apenas cuatro horas. En el fondo, probablemente le caí muy mal esa vez, pero no me dijo nada.
No fue siempre así, la relación padre-hijo no es color de rosa. Hay momentos en que nuestros hijos nos caen decididamente mal. Admítanlo. Nos pasa a todos. En algún momento, no los bancamos. Luego todo vuelve a "la normalidad". Pero ese instante existe.
El día de pileta se terminó cerca de las nueve de la noche, cuando mi vieja vino a decirme que ya teníamos que salir. Se presentó con su ropa de laburo. Ya tenía que salir de nuevo para el hospital. En ese momento quizás se lamentó no poder pasar más tiempo conmigo. Seguramente hubiese querido hacer más, pero hizo un montón. Durmió casi nada, nos hizo la merienda a todos, preparó un ejército de churros con chocolatada y permitió que el fondo quede empapado.
Probablemente se habrá preguntado si habré apreciado lo que hizo, si no hubiese sido mejor dormir hasta tarde.
Esas preguntas que se trasladan de generación en generación cuando nos toca estar del otro lado del mostrador.
Les aseguro que mi vieja tuvo un montón de esos "instantes" conmigo. Más de los que yo recuerde, sin duda. ¿Y ustedes, cuántos instantes de esos les dieron a su familia?

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