viernes, 2 de agosto de 2019

La herencia.

Fui a buscar en el mayor de los silencios una cuchara en la cocina, aprovechando que mi abuela me daba la espalda. Caminé en puntas de pie en dirección a ella y a toda velocidad introduje el utensillo en la fuente con la pasta que recién terminaba de preparar para las empanadas.
Apenas alcancé a escuchar el "salí de acá chango de mierda" que ya estaba corriendo con la cuchara en la boca hacia el fondo de la casa. Había triunfado.
Era un clásico de mi infancia. El juego del gato y el ratón con mi abuela materna que se repetía con las papas fritas y las salsas.
Seguramente ella me heredó el amor por la cocina. Las bases están ahí, en las manos de esa gallega de bronca rápida (que también supo heredarme)
Todas mis creaciones culinarias tienen su génesis en sus guisos, estofados, pucheros, milanesas, bifes, pollos al horno, salpicones de ave, tortillas de papa, zapallitos rellenos y de otras preparaciones menos elaboradas pero que disfruté muchísimo como galletitas con picadillo o paté o un sánguche de caballa o sardinas con cebolla.
Nunca me dejó tocar ni una hornalla, así que yo me limitaba a mirarla y a leer libros de cocina. Sí, leía libros de cocina desde los 8 años, un poco porque ya no sabía qué más leer pero otro poco porque me fascinaba el proceso de transformar un grupo de productos en un plato servido.
Dicen que cuando dejamos este mundo seguimos vivos en los pensamientos y en los actos de quienes quedan. Bueno, seguramente hay bastante de la Maga en mi cuando cocino.
A tu memoria, que sigue viva cuando cocino (y cuando me enojo) van estas líneas. Espero sigas orgullosa de mi.

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