Habrán notado que no siempre uno
aprecia el aroma de otra persona. No me refiero a la fragancia del perfume que
usualmente pone en su cuerpo. Es el aroma del otro, de esa persona con la cual previamente
(y esto es un requisito ineludible) se ha creado un vínculo especial.
Es quizás una teoría
descabellada. Justamente yo, tan amigo de buscar evidencias y sustento para
cada una de mis afirmaciones, confieso que no tengo más pruebas que una
sucesión de ejemplos para enumerarles.
Personalmente siento su perfume
en el abrazo del hasta luego. Es entonces cuando aspiro fuerte por unos segundos
para llenarme de ella. Créanme que si tuviese la posibilidad de guardar ese
aroma en un frasquito, lo haría sin dudar.
Es así que siento su aroma en
esos instantes en que mi cerebro se desconecta de la realidad y realiza uno de
los tantos viajes astrales del día.
La siento y la veo haciendo
treinta y dos cosas a la vez. La escucho reír y también insultar.
La veo improvisando en la cocina
y sacudiendo mi modorra con una pregunta inesperada.
La veo arrugando las sábanas
conmigo y también respirando de mi y yo de ella.
Finalmente, me gusta pensar que
ella también lleva mi aroma consigo.
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