Florencia
sintió que una fuerza interior la dominaba y necesitó imperiosamente que
Augusto preste atención, no solo a las palabras que tenía atragantadas, sino
también a sus gestos y miradas. Es por eso que estacionó su auto
repentinamente. Se ubicó en una sola maniobra entre dos vehículos, en un gesto
técnico envidiable que nunca antes se le vio. Era como si el espíritu de Fangio
la hubiese poseído. Un Fangio muy enojado.
Ella
miró fijamente a Augusto, tomó el dedo pulgar de su mano derecha con tres dedos
de su mano izquierda, lo sacudió violentamente y sin pestañear, empezó a
cantarle unas cuantas verdades a su amado (no tan amado en ese momento)
-Hace
tres meses te dije que iba a reservar el sofá. Me dijiste que me quede
tranquila, que te ocupabas vos. Bien, te cuento que no me quedé tranquila,
porque te conozco, pero así y todo me dije, Florencia, no podés con todo y no
podés estar supervisando todo. Dejá que Augusto se ocupe, es una sola cosa,
nada más. Pero qué pasa, pasa que yo tenía razón, no reservaste nada, ahora el
sofá está vendido y hay que esperar seis meses para que llegue un modelo igual.
¡Seis meses Augusto! ¡En un mes tenemos que casarnos! –esto último lo dijo
adelantando su torso hacia Augusto y los ojos de Florencia parecían querer
salir de sus órbitas.
Augusto
tragó saliva. A Florencia empezó a palpitarle el ojo derecho. Soltó su pulgar,
solo para sacudir su dedo índice con tanta o más violencia que al dedo
precedente.
-No
conforme con eso, cuando todo el mundo nos decía, chicos, compren dólares,
chicos, este país se va a la mierda, chicos, protejan sus ahorros, no, ¿qué
hizo el señor? Vendió la mitad de sus dólares. ¿Y cómo quedamos? Con el culo
para el norte y ahora la estamos remando en dulce de leche para recuperar todo
lo que perdiste.
Augusto
transpiraba un sudor frío. Sentía que estaba frente a un tribunal impiadoso y
que su destino irremediable era el cadalso. Florencia liberó a su dedo índice
para tomar con igual virulencia a su dedo mayor.
-Esas
dos cosas ya son suficientes pero no, hay más, porque siempre, siempre, sos
capaz de dar más de vos, mi amor. ¿Te acordás de cuando fuimos a cenar con
Carla y Martín, hace exactamente setenta y tres días? ¡Cómo será que me quedó
grabada la fecha, mirá! ¿Te acordás que te dije, antes de que nos encontremos
con ellos que no les preguntés para cuándo el bebé? ¿Y qué fue lo primero que
les preguntaste?
Augusto
estaba sobrepasado por la precisión de cirujano para ubicar en el tiempo y en
el espacio a los hechos del pasado por parte de Florencia, hechos que él ya
había archivado en algún rincón de su memoria, similar a un agujero negro de
los recuerdos. Pudo sentir cómo se resquebrajaban sus labios de secos que
estaban cuando Florencia pasó del dedo mayor al anular. Los ojos de Florencia
estaban ya, inyectados en sangre.
-Te
juro que quisiera detenerme Augusto, pero no puedo, si paro, exploto y creeme
que no me conocés estallando aún. ¿Vos te olvidaste ya de cuando invité a cenar
a mi hermana y te dije que ella era alérgica a las nueces, que tengas cuidado
al cocinar y que a vos te entró por una oreja y te salió por la otra? ¿Y que
terminó internada todo un fin de semana largo, el fin de semana largo que iba a
darse una escapada con su chongo y quedó con los pasajes pagados?
En
ese momento Augusto se sentía pequeño. Tan pequeño como el dedo pequeño que
ahora Florencia movía de un lado al otro.
-Y
lo que nunca voy a olvidarme es de cuando conociste a mi papá. Te dijo que era
hincha de Boca y lo primero que hiciste es empezar a cantarle “cómo te duele la
cola desde el nueve de diciembre” como si fueras un borracho del tablón,
Augusto, ¿en qué cabeza cabe?
Augusto
se sentía al borde de un colapso y solo necesitaba un remate para terminar de
desfallecer.
-Augusto,
sos un pelotudo.
Efectivamente
Augusto se sentía en ese instante el rey de los pelotudos. Un título nobiliario
para nada deseado que parecía perseguirlo desde que tenía uso de razón.
-
¡Qué cara de pelotudo! – escuchó que le dijeron en varias ocasiones a lo largo
de su vida.
En
más de una oportunidad se quedó viéndose a si mismo en algún espejo, chequeando
cuáles eran concretamente los rasgos de un pelotudo y no llegaba nunca a
determinar con precisión los motivos por los cuales ese estigma lo perseguía
vaya donde vaya y esté con quien esté.
-Perdón
–con un hilo de voz, es todo lo que le salió.
Florencia
lo miró con una mezcla de pena y resignación. Pestañeó por primera vez desde
que había estacionado. Luego cerró sus ojos y empezó a deshojarse llorando,
derramando lágrimas como solo puede hacerlo quien se sabe condenada a estar
profundamente enamorada de un pelotudo.
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