A Claudia siempre le
agradaron sus cabellos, ya sea que estén largos o cortos. Su pelo suave, fino,
con leves ondas, cada vez que caminaba hacía sentir a quienes la miraban como
si estuviesen dentro de una publicidad de shampoo. El movimiento de sus caderas
ayudaba y mucho a lograr esa percepción.
Cada vez que iba a
la peluquería, la misma de toda su vida, tenía mucha seguridad sobre qué es lo
que quería. Todo le quedaba bien. Su rostro fino, su mirada intensa,
complementaban un bello cuadro para cualquiera que se la cruce.
Podría decirse sin
lugar a dudas, que las únicas decisiones acertadas que Claudia Telerman tomó en
su vida, fueron las relacionadas con sus cabellos.
Ella siempre tuvo un
sexto sentido que le advertía sobre lo equivocado de sus decisiones, pero
sistemáticamente ignoraba esa señales internas con la falsa esperanza de
simplemente demostrarle a su yo interior que no podía tener la razón toda la
vida.
Esa alarma personal
le suplicó no quedarse a trabajar después de hora, pero era imposible detener
el ímpetu de Claudia por demostrar que era una empleada ejemplar, la más
domesticada entre todos los del edificio de Amberes y Compañía, la gigantesca
firma de arquitectura, dentro de la cual ella aspiraba a ser la próxima gerente
de proyectos industriales.
Es por eso que pensó
que sería bueno para sus pretensiones quedarse un par de horas hasta terminar
la exposición que debía realizar una semana después.
Una semana de
anticipación. Ese era el sello personal de Claudia Telerman. La planificación
extrema, hasta el más mínimo detalle.
A esta altura de la
noche, la luz de su cubo era la única señal de vida en el séptimo piso. Cuando
finalmente quedó satisfecha con el producto final, sonrió, apagó su computadora
no sin antes enviarse a si misma el archivo para repasarlo en su departamento.
Le escribió un
mensaje a Mauricio, su novio desde hace seis años, para que pase a buscarla por
la esquina de Arrecifes y Cambaceres, ya que de ese modo evitaba dar tanta
vuelta con el auto y el viaje de regreso a casa sería más directo. No podía ser
menos considerada con Mauricio. Él siempre es tan atento, tan caballero, tan
recto.
Se puso de pie, se
acomodó la falda y su chaqueta. Apagó la luz y alumbrándose con su celular
caminó hasta el pasillo del ascensor. Solo el eco de su taconeo ambientaba el
piso. Bajó sin compañía hasta la PB, donde la despidió Ramón, ese portero que
parecía formar parte del edificio por la antigüedad en su puesto.
-
Otra vez quedándose
hasta tarde señorita Claudia, qué costumbre la suya. Encima con este frío que
hace y lo temprano que oscurece.
Claudia le devolvió
una sonrisa de película.
-
Gracias Ramoncito
querido por preocuparte, pero ya viene Mauricio y me busca una cuadra y media
más alla´, por Arrecifes y Cambaceres.
-
Camine ligero
señorita Claudia, a esta hora no hay nadie en las calles.
-
Si no hay nadie,
entonces no hay de qué preocuparse, ¿no te parece?
Claudia le envió un
beso a la distancia y ni bien cruzó la puerta del edificio sintió como si el
viento frío clavese agujas en sus huesos.
-
Debí haber cargado
otra campera.
Pero ocurre que esa
campera más abrigada no combinaba con la pollera que quería usar ese día.
-
Solo a mi se me
ocurre usar pollera un día tan frío.
Claudia cerró las
solapas de la chaqueta y masculló renegando por sus pésimas decisiones.
Las luces de la
calle Arrecifes estaban apagadas desde hace una semana por un desperfecto
lumínico en la zona que aún no era reparado por el municipio. Ella
personalmente había hecho el reclamo pero la burocracia tiene siempre
demasiados peros.
Sin embargo, ella no
se inquietó por la oscuridad ni por la aparente soledad en la que caminaba.
Estaba inmersa en sus pensamientos, ya diseñando mentalmente cambios al archivo
que se había enviado a si misma minutos antes.
Se detuvo en la
esquina de Arrecifes y Las Piedras para leer un mensaje de Mauricio en el que
le avisaba que iba a llegar quince minutos más tarde. Nuevamente Claudia se
maldijo por no avisarle a su novio con anticipación. No obstante no quiso
preocuparlo y le respondió que no se apure, que todo estaba más que bien.
Apretó un poco más
su chaqueta, se abrazó a si misma y se dispuso a cruzar la calle para transitar
la última cuadra hasta el punto de encuentro con su novio, tratando de no
pensar en el frío.
En ese instante
levantó la vista y lo vio parado en la esquina del frente. Un muchacho alto,
fornido y con un gorro negro. Fumaba. El humo del cigarrillo era casi un
fantasma en esa noche oscura. Es todo lo que Claudia vio ya que si bien sintió
temor, le pareció incómodo hacer contacto visual con alguien que notoriamente
la observaba fijamente. Ella trató de disimular su desconfianza, intentando por
todos los medios no transmitir temor en su forma de caminar. Prácticamente
contenía la respiración. Cuando terminó de cruzar la calle y pasó cerca de ese
muchacho alto, fornido y de gorro negro, él le habló:
-
¿Tenés hora?
Claudia dudó un
segundo, pero sacó su celular y siempre evitando la mirada le respondió.
-
20:15
Ella guardó
rápidamente el celular en un bolsillo de su chaqueta, tosió una vez por el
malestar que le generó el olor a tabaco barato e instintivamente apretó el paso
mientras por el rabillo pudo ver que ese muchacho ya no estaba en la misma
esquina, sino que caminaba lentamente en la misma dirección que ella.
Dudó. Se preguntó si
era conveniente correr pero pensó que no iba a llegar tan lejos con esos tacos
que portaba, que le quedaban pintados pero eran poco prácticos para una fuga.
Una vez más se encontró recriminándose por sus decisiones de vestuario. Se
inclinó por caminar rápido y esto funcionó ya que perdió de vista a ese
muchacho alto, fornido y de gorro negro.
Pasó al lado de una
obra abandonada, esa obra por cuya vereda caminó tantas veces y que jamás le
inspiró temor. Pero esa noche, ese predio despojado de humanidad llenó sus
entrañas de terror.
Finalmente llegó a
la esquina de Arrecifes y Cambaceres, que estaba a tono con esa noche otoñal,
con escaso tránsito, y con ese vientito cuyos embates parecían puñaladas.
Sintió la necesidad de mirar hacia atrás. Había caminado, prácticamente
corrido, los últimos cincuenta metros y quería saber a qué distancia estaba ese
muchacho que tanto le inquietaba. Estuvo a punto de girar su cabeza pero justo
sonó un mensaje en su celular. Alcanzó a tomarlo con su mano derecha y en ese
instante sintió el primer golpe en su parietal derecho, que la derrumbó por
completo por la brutalidad del impacto. Claudia sintió como si un cristal
estallase en decenas de fragmentos. Ese era el sonido de los huesos de su
cráneo fracturándose. Fue el golpe que solo un perfecto hijo de puta podía
propinar. Pero fue solo el primero.
Ese muchacho alto,
fornido y de gorro negro se sentó encima de ella, la sujetó por sus orejas y
estampó su cabeza tres veces en la vereda, para luego asestarle tantas
trompadas como consideró necesarias para que su presa estuviese totalmente
indefensa.
Claudia no tenía ni
un hilo de voz para pedir ayuda. El chacal se incorporó, la tomó de sus
cabellos, esos cabellos suaves, finos, con leves ondas y la arrastró hasta la
obra abandonada. Dentro de ella la violó cuantas veces quiso. Cuando sintió que
su fechoría estaba completa, la empujó a patadas un par de metros y se fue,
esperando a que el frío termine su trabajo.
Claudia resistió y
fue hallada unas cuatro horas después, desnuda, ensangrentada y con hipotermia.
Le costaba mucho respirar. Tenía múltiples fracturas en su cráneo, su tabique
destrozado, sus pómulos destruidos, un tímpano herido, sus ojos comprometidos,
cuatro costillas fisuradas y sus partes íntimas muy lastimadas.
Mauricio acompaño la
lenta recuperación física de su novia. Ella pudo salvar su vista pero perdió la
audición de un oído. Sin embargo esa pérdida fue la menos penosa de todas.
Cuando les dijeron que Claudia no iba a poder quedar embarazada, sintieron que
ese mucho alto, fornido y de gorro negro, les había arrebatado demasiado.
En cuanto al perpetrador,
la noche se lo devoró y nada se supo de él. Estaba ahí afuera, libre, impune,
listo para atacar de nuevo, si es que ya no lo había hecho.
La recuperación
física de Claudia demandó cuatro meses de internación, pero recuperar su mente
y su espíritu, si es que acaso no son la misma cosa, le iba a llevar más
tiempo.
Casi no hay rastros
de la antigua Claudia Telerman. No hay vida en sus ojos, no hay fuego en sus
palabras. Sus manos, que antes buscaban ansiosas las manos de Mauricio, ya no
lo hacían. Todo el daño recibido y la impunidad de su atacante lograron
extinguir los gestos de su personalidad. Escuchar que diga una palabra era todo
un evento.
Los médicos le
decían que debía tener paciencia, pero la paciencia no es la socia ideal para
el odio.
No tenía ganas de
recibir visitas, ni de familiares ni de amigos. Qué iba a decirles. Y tampoco
tenía ganas de que se compadezcan de ella, de lo que le hicieron y de lo que le
quitaron.
Mauricio la lleva
tres veces por semana a rehabilitación y a una visita semanal al psiquiatra.
Los avances, si es que los hay, son muy lentos. Aún le cuesta mucho caminar.
Llora. Estalla de indignación. Algunos días duerme demasiado. Y otros
prácticamente no pega un ojo.
Ella está vacía por
dentro.
Él lleva dentro suyo
de a ratos impotencia y de a ratos un odio mayúsculo.
Era un martes por la
tarde. Les tocaba rehabilitación y luego visita al psiquiatra. Todo se cumplió
de manera puntual. Mauricio la ayudó a subir al auto.
Arrancó el vehículo
bajo una llovizna persistente. Estaba oscuro y bajó la temperatura, como si se
tratase de una broma de mal gusto del destino. Mauricio intentó conversar sobre
nimiedades que distraigan a Claudia pero la llovizna, el frío y el escaso
tránsito la inquieta.
Se detienen en un
semáforo antes de doblar hacia la derecha mientras al lado de ellos se detiene
un muchacho en moto. Un muchacho alto, fornido y de gorro negro.
Claudia
prácticamente no respira. Tan solo atina a tomar la mano de Mauricio y la
aprieta fuerte. Su voz brota como una cascada que estuvo contenida.
- Fue él.
- ¿Cómo decís?
- ¡Fue él!
- ¿Quién?
- ¡El de la moto de al lado, fue él!
- ¿Estás segura Claudia?
- ¡Fue él, te digo que fue él!
La moto arrancó y
giró en el mismo sentido que el auto de Claudia y Mauricio. Él apagó las luces
del auto y lo siguió por cinco cuadras. Cinco cuadras. Las suficientes para que
el conductor de la moto se detuviese a orinar frente a, como si fuese un guiño
de la venganza, una obra abandonada. Detuvieron el auto.
- Quedate callada, ya vuelvo.
Mauricio bajó
tratando de ser lo más silencioso posible y se deslizó agachado, en sumo
silencio pegado al muro de la obra, ansioso por satisfacer sus deseos de
venganza. De repente, lo tuvo a tan solo un metro delante suyo. Finalmente, lo
tenía en sus manos. Tantas veces había soñado con ese instante. Tantas veces
había hecho justicia por mano propia en su mente de tantos modos diferentes y
acá lo tenía, al alcance de su mano mientras su corazón latía velozmente. Mauricio
levantó un pedazo de escombro y antes de que ese muchacho alto, fornido y de
gorro negro advierta su presencia, ya había lanzado el primer golpe, lo
suficientemente potente para derrumbarlo. Una vez en el piso, Mauricio siguió
descargando su furia,, lo insultó a viva voz mientras lloraba sin importarle
que la sangre ajena salpique su vestimenta. Solo cuando vio destrozada la
cabeza de ese muchacho se detuvo. Se arrodilló, Sintió como si estuviese por
desvanecerse. Le dieron náuseas al advertir que había arrebatado una vida con
sus propias manos. Vio los sesos desparramados por el piso, vomitó y cuando
pudo incorporarse, salió tropezándose de la obra abandonada, dejando atrás la
venganza consumada.
Regresó al auto en
shock, se sentó y Claudia le sonrió. Por primera vez después de lo ocurrido,
Mauricio veía algo de brillo en la mirada de su amada. Sintió que ahora, a pesar
de tanto daño, todo debía mejorar. Quizás lo que acababa de hacer, dominado por
sus impulsos, tan terrible hecho, sí valía la pena.
Mauricio arrancó el vehículo
buscando el camino para volver a su departamento. Necesitaba limpiarse y no
solo de la sangre ajena.
Un semáforo los
obligó a detenerse unas cuadras más adelante.
En ese momento, un
muchacho solitario que estaba sentado en la platabanda se puso de pie y avanzó
hacia los vehículos pidiendo limosna.
El muchacho se
acercó al auto de Claudia y Mauricio. Era sin lugar a dudas, un muchacho alto,
fornido y de gorro negro. Al verlo, Claudia se congeló, tomó con fuerza la mano
de Mauricio y solo atinó a decir:
- Fue él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario