jueves, 14 de diciembre de 2017

Creo.

Cuando era niño y llegaba diciembre, era sinónimo de dos cosas: se terminaban las clases (por fin) y se acercaba Navidad. Los días previos hasta podía sentir un olorcito a Nochebuena.
Cada año llegaban de visita durante la semana familiares del interior de la provincia a regalarnos un lechón o pollos o un cabrito o una oveja. Y era mi abuela la encargada de preparar el plato principal. El resto de las integrantes de la casa de Bernarda Alba se ocupaba de hacer el resto de las compras (regalos incluidos) y de hacer los populares sanguchitos.
Mi responsabilidad era armar el arbolito. No era el arbolito más grande de la cuadra. Tampoco teníamos plata para comprar adornos nuevos todos los años, asi que tenía que manipular con mucho cuidado las guirnaldas para que no se rompa ninguna. No, no era claramente el arbolito más lindo pero era hermoso para mi.
Respecto de los regalos yo estaba convencido de que era el niño Dios en persona quien en algún momento pasaba a dejarme algún presente en el arbolito. El niño Dios. Un bebé que no sabía hablar y usaba pañales de tela.
Esa noche me ponía la mejor ropa y esperaba ansioso que salga la cena mientras me entretenía con los sanguchitos.
Y después del brindis, los besos y los deseos de las doce iba a toda velocidad a abrir mi regalo. Después se armaba un descontrol de niños en la cuadra, todos corriendo emocionados a mostrarle a los demás qué nos había traido ese bebé con super poderes.
Y como broche de oro para esos días mágicos llegaba Reyes. El barrio donde crecí está cerca de los cerros tucumanos y por las noches, si no hay nubes, pueden verse las luces de las casas que están en la cima. Todo el año pueden verse. Pero a partir del primero de enero para nosotros eran las luces de los reyes magos que venían camino a traernos más regalos. Nos volvíamos locos cortando césped, llenando vasos con agua, juntando galletas de esas que tenían forma de animales que no podían descifrarse y poniendo en la ventana un par de zapatos, el más decente de todos. El único en realidad.
Al amanecer encontraba un regalo nuevo. Seguramente habían entrado estos tres inmigrantes ilegales con tres animales exóticos de contrabando y con olor a incienso a dejarlo.
No habían dejando ningún rastro, salvo por el césped que había desaparecido, el agua se había terminado y las galletitas no estaban. Eran los únicos a los que les gustaban esas galletitas.
Y ese día se desarmaba el arbolito que con tanta emoción había armado.
Ese arbolito acompañó a las mujeres de casa hasta este año. Ya no daba para más. Y le dijimos a la Gringa que el arbolito nuevo iba a ser nuestro regalo de Navidad. Un árbol blanco me pidió, porque Jesús nació en invierno. Así fue que cargué un changuito con el árbol nuevo, adornos y luces mientras me vino una nostalgia muy grande por ese arbolito que por tantos años armé y desarmé, primero con mis manos de niño y más tarde con manos adolescentes.
Creo en todo lo que escribí.
Creo en esas memorias de mi infancia, en mi risa, en mis gritos emocionados, en mi desvelo feliz, en los sabores que aprendí de mi abuela.
Creo en ver felices ahora a mis hijos. Creo en encontrarme en sus ojitos, en sus pequeñas manos, en esa emoción que no ocultan esperando un regalo.
Creo en lo que creen, que vendrá un niño Dios en algún momento, mágico, que no sabremos nunca cuándo fue. creo que llegarán los reyes mientras ellos duermen.
Creo en que esa inocencia nos va a salvar.

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