lunes, 18 de junio de 2018

El tercer domingo de junio.

Llevo marcando ya nueve días del padre en mis calendarios.
Son los únicos que tengo en mi haber. Antes de eso el día del padre era para mi un híbrido. Un algo festivo sin tener a quién festejar. O qué.
Durante los primeros años de la primaria tuve que hacer cartas, dibujos y toda manualidad que se le ocurría a la maquiavélica maestra de actividades prácticas. Sí, la señorita Robles tenía una creatividad muy intensa a la hora de pedirnos que hagamos cosas en las cuales yo ya mostraba una incipiente y poderosa inutilidad.
Inutilidad que trasladé a mi vida cotidiana lógicamente, acentuada por no tener a "un hombre de la casa". Ya sé, suena machista, pero las integrantes de la casa de Bernarda Alba carecían de habilidades para enseñarme a algo más elaborado que martillar. Y hasta eso me costaba.
Una vez le martillé la frente a un primo. No pregunten cómo. Se trató de un intento de homicidio culposo. Pero no nos distraigamos con la sección policial de mi vida.
Esos regalos que hacía en el colegio no tenían dueño. Era extraño. Todos emocionados con su papá y yo más al vicio que caja de herramientas en mi casa. Una vez una maestra, al organizar una actividad para el día del padre, me dio la hora libre. La pedagogía de los buenos viejos tiempos era fenomenal.
No veia la hora de que pase el día del padre. Lo sufría. Me estresaba y me deprimía. Y me enojaba. Todos mis amigos abrazando a su papá y yo ... espectador privilegiado de cariños ajenos.
Yo sonreía. Pero por dentro todo era rencor. Ese rencor se transformó en piedad cuando mi viejo me buscó, ya muy enfermo.
Mientras tanto la Gringa estaba en las trincheras, batallando a diario. Ella se ocupó de mi. No intentó ser papá. Le bastó ser una excelente mamá. Suficiente.
Ella me llevaba al colegio, previa escala en su trabajo en el hospital, donde me quedaba una hora en su oficina viendo cómo dirigía la batuta de enfermeras, se bancaba esas guardias eternas a base de Mirinda manzana y volvía destruida a casa. Destruida y todo me dedicaba tiempo. Me leia, me miraba jugar, iba a los actos del colegio. Cuando yo era chico todo ese tiempo me parecía poco. A medida que fui creciendo me di cuenta que era un montón.
Durante mi infancia y mi adolescencia fui muchas veces comprensivo y otras veces injusto con ella. En más de una oportunidad le exigí más de lo que podía darme y no me refiero tan solo a lo material. Supe tensar la soga. Ella se armó de paciencia. Podrán decir que no le quedaba otra pero no es así. Siempre tenemos dos opciones al menos. Siempre. Ella eligió ser paciente, firme y esperar a que el producto final le salga más o menos decente.
Mi vieja no es demostrativa. Un beso en la cabeza es lo máximo que puede llegar a darme. Suelo despedirme de ella con un "te amo" al hablar por teléfono, a lo que ella me contesta un "gracias querido". Un iceberg la tipa.
Nunca juzgó a mi viejo. Me contó la historia, desde su punto de vista y dejó que yo solo acepte los hechos ya consumados. Esa vez que me relató lo que había pasado entre ellos fue la primera vez que la vi llorar. Era un llanto que yo a mis ocho años no conocía. A esa edad sólo sabía que se lloraba por una rodilla lastimada o por ser castigado en mi habitación o por una pelea con alguien. Luego, con el paso del tiempo comprendí que así se llora por un corazón roto.
Mi vieja, la chica del corazón roto, nunca supo qué decirme los terceros domingos de cada junio. Me imagino que dentro de su cabeza había una revolución de maldiciones hacia mi viejo.
No puedo juzgarla por eso. Ni por nada. Mi vieja sigue esperando que el producto sea más o menos decente. Y no sé si lo es, pero les juro que lo intento.
Y lo voy a seguir intentando.

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