viernes, 29 de junio de 2018

Tengo tarea.

De ambos lados del mostrador. Esa es la experiencia que tengo respecto de esa fatídica frase que lanzan los niños.
Como ya les conté, mi primera crisis de los cuarenta la tuve a mis cinco años. En mi época ... ¿alguno de ustedes se está riendo por referirme a "mi época"? ... irrespetuosos, en fin, no hagan que me vaya por las ramas ... en mi época ... de alumno de jardín de infantes no había tarea para la casa, todo moría en la clase. Y como yo consideraba que todos mis compañeros eran unos tontos, expresión que me valió que me castiguen sentándome al lado de una nena (sí, la pedagogía no era un tema muy en boga "en mi época") y que no toque la bandera todo el año, prefería matarlos con la indiferencia y me iba por los pasillos de la escuela a conversar con la conserje cuando terminaba de hacer lo que pedía la maestra.
Ya en la primaria me enfrenté a un serio problema. Yo mismo. Yo y mi costumbre de cuestionar todo. Absolutamente todo y a todos. El ejemplo que mencioné en algún posteo anterior sobre mi debate con la señorita Teresita sobre separar palabras en sílabas es clarísimo. ¿Cómo podía ser que si nos estaba enseñando a separar en sílabas haya palabras que no se separen? No tenía sentido. "Pa-n" sí tenía sentido. Una nota en el cuaderno de comunicaciones (la primera de mi carrera) citando a la Gringa y una posterior reunión cumbre entre quien escribe más la seño Teresita y mi progenitora derivaron en que, sin convencerme del todo, acate que había palabras monosílabas.
Lengua me aburría muchísimo. El modo de enseñarla era una tortura para mi.
Matemática también. Pero porque todo me resultaba muy sencillo de resolver. Sé que quizás muchos de ustedes sientan aversión por esta materia y no es mi intención hacer alarde de nada pero por ejemplo, a la clase de ángulos la terminé dando yo. Viendo cómo mis compañeros de entonces chocaban contra sus limites le pedí permiso a la seño Silvia para pasar al frente. Y listo, solucionado.
Pero volvamos al eje de la historia, las tareas para la casa.
En general tenía que valerme por mi mismo. Mi vieja laburaba mucho y a la siesta estaba trabajando o descansando después de una jornada fulminante.
Como lengua me aburría hacer la tarea me costaba horas. Lo compensaba con lo poco que me llevaba resolver la tarea de matemática.
Pero el problema serio eran las tareas de las materias extra, especialmente dos: plástica y actividades prácticas. Amaba dibujar. Pero lo que yo quería dibujar. No me resultaba atractivo armar un collage con puras macanas que a mi no se me antojaban. Yo necesitaba libertad para crear. Y actividades prácticas, comandada por la reina de las notas en mi cuaderno de comunicaciones, la señorita Robles. O sea, no tenía nombre la señorita. Era su apellido directamente. Amiga de la Chicha, una de las integrantes de la casa de Bernarda Alba. Encima eso. Cada martes era una tortura. Y como me rehusaba a terminar en clase el pescadito de papel glasé o de forrar un plato con tela, tenía que terminarlo en casa. Una verdadera pesadilla.

Fer: "Ma, ¿para qué me va a servir cuando sea grande saber armar muebles en miniatura con broches para la ropa?"
La Gringa: "Por favor hacelos, la vas a hacer quedar mal a la Chicha."

Señorita Robles, que Dios la tenga en la gloria. ¿Cómo dicen? ¿Que no se murió aún? Bien, pasemos a otro tema. Vamos al otro lado del mostrador. Hoy me toca ser el coordinador de las tareas de mis hijos.
Lautaro tiene tanta capacidad de concentración como para dispersarse en un minuto. Es rápido y práctico. Pero se aburre con mucha facilidad.
Lucía es la reina del drama. Todo lo quiere solucionar ya y todo es mucho. Tiene un problema personal con las tablas pero le pone corazón.
Admito que respiro profundo en más de una ocasión. Pero salimos a flote.
Es parte del oficio de ser padre. En mi opinión, el más lindo del mundo.
Y ya lo era en mi época.

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