lunes, 30 de abril de 2018

Revancha.

Las tardes del barrio se iban con partidos de fútbol en el terreno de la embotelladora que está a media cuadra de casa. Jugábamos con un ojo en la pelota y otro en la vigilancia del terreno esperando que no vengan a corrernos.
Los mejores jugadores de la cuadra eran el negro Luis y el cabezón Varas. El negro era rápido y habilidoso. El cabezón en cambio era grandote, potente y le pegaba fuerte a la pelota. Muy fuerte. Siempre jugaban juntos. Eran muy buenos. El resto eramos buenos, regulares o malos.
Eramos amigos pero yo no era su persona favorita. Me daba cuenta a pesar de ser muy chico.
En un primer momento quisieron que juegue en el equipo de ellos. No quise. Para mi era absurdo ganar siempre. Ocho años tenía. Para mi, saber que del otro lado había un rejunte de jugadores malos y regulares que nos garantizaba no perder no era algo que despierte interés en mi.
Así las cosas, a la hora de elegir jugadores ellos se plantaban en la vereda del frente.
Y como a la mayoría de nosotros nos gusta ganar, los jugadores buenos elegían jugar con el negro Luis y con el cabezón Varas.
De mi lado quedaban los regulares y los malos.
En los primeros partidos nos comiamos flor de baile. Los partidos terminaban con todas las burlas que ustedes se imaginan. A mi me invadía una sensación de frustración inmensa. Y mucha bronca. Sí, tenía ganas de pegarles al negro y al cabezón, lo admito, pero nunca crucé esa barrera. Al menos no por un partido.
De todos modos, como si fuese un director técnico en miniatura, les hablaba a mis compañeros de equipo para que el próximo partido hagamos mejor las cosas. Les decía que confiaba en ellos. Que sabía que podíamos jugar mejor. Les marcaba qué jugadas salieron mal y por qué. Qué jugadas no teníamos que volver a hacer y cuáles podíamos intentar.
A pesar de que perdíamos una y otra vez jamás se me cruzó por la cabeza abandonar a ese equipo. No voy a ser falsamente modesto. Yo era bueno. Y no había patada que me acobarde. Pero del mismo modo que pasaba con el resto del equipo, yo también sabía que podía mejorar. Imaginaba las posibles jugadas una y otra vez. Una y otra vez.
De a poco empezamos a hacerles fuerza. De a poco mis compañeros empezaron a creer que era posible ganar. Nos ganaban, pero tenían que esforzarse mucho. Las burlas se hacían más intensas.
Yo también era bravo en la cancha. Puteaba. Gritaba. Alentaba. Peleaba. Mi perfil nunca fue bajo.
Finalmente una tarde les ganamos. Y les ganamos con baile. El cabezón se comió dos caños hermosos. Y el negro terminó estampado en el alambrado cuando fuimos a chocar en busca de una pelota. Así jugábamos. Vida o muerte.
Lloré cuando terminó el partido. Nos abrazamos. No hubo burlas de nuestra parte. Simplemente explotábamos de felicidad.
A partir de entonces alternábamos resultados. Los malos de mi equipo pasaron a ser regulares y los regulares pasaron a ser buenos.

Una victoria no se disfruta igual cuando la peleaste desde abajo. Pasa en el fútbol, pasa en la vida.
Me tocó volver a empezar y correr desde atrás en más de una oportunidad.
No esperes que me achique si tengo que remarla.
Es fácil cuando sabés que vas a ganar. A mi dejame la incertidumbre de tener que pelearla desde abajo. Porque la victoria, tanto en el fútbol como en la vida, sabe diferente. Se disfruta y se valora mucho más.
Asi que a vos, que la estás peleando, a vos que estás jugado, a vos te digo, no aflojés. No bajés los brazos. Masticá toda la bronca que sea necesaria. Y dale para adelante. Ya sé, unas cuantas historias atrás les planteaba para dónde es hacia adelante. Quién podía decirnos eso con autoridad. No voy a contradecirme a pesar de que en más de una oportunidad viví sumido en la contradicción.
Lo único que puedo decirles que hacia adelante no es quedarse quieto. Hacia adelante no es repetir historias que sabemos que no nos van a llegar a ningún lado.
Hacia adelante es no quedarse. Es pensar cómo podemos hacer mejor las cosas y llevar a cabo ese intento. Que quizás no funcione. Pero vale la pena intentarlo.
Porque quién te dice, en una de esas, después de intentar e intentar, después de comerte unas cuantas piñas, después de tener que empezar de cero, sin puntos cardinales a simple vista, quién te dice que de repente te encontrás saboreando que ganaste.
Te juro, que cuando lo logres, te vas a sentir de puta madre. Así que ahora mismo, no dentro de un rato, ahora mismo, empezá por dejar de hacer lo que ya sabés que no funciona. Ese es el primer paso.
Y no hay camino que no se desande sin un primer paso.
Ahora, hacia adelante.

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