miércoles, 19 de julio de 2017

El negro.

Tuve muchas mascotas a lo largo de mi vida. Mi infancia, no la considero completa sin mencionar a los perros que tuve. A todos los quise pero al primero que amé fue a uno que vino de la calle, petiso, renegoso como todo petiso y de color castaño claro. Batuque se llamaba. Ya había sido bautizado así por solo Dios sabe quien. La felicidad del tipo era que lo dejen salir a la calle diez minutos por día, mearle la casilla de gas a un vecino, trotar hasta la esquina. hacerle un par de tiros a la caschi de alguna casa cercana y volvía solo.
Le faltaba fumarse un pucho nada más.
El Batuque se fue de viejo, habrá tenido casi veinte cuando murió y yo ya era grande. No maduro, no confundamos las cosas. Ya le avisé a mi madurez que me banque al menos hasta que estrenen la última de Avengers.
Yo lo enterré. Está en el fondo de casa el petiso. Me acompañó siestas enteras jugando a la pelota de niño, boludeando con la compu de adolescente y estudiando en mis épocas universitarias.
Me pongo a verlo así y este nene, me doy cuenta ahora, estuvo siempre.
Pasó que después de todo eso me fui de casa. Me casé, compré un terreno, empezamos a construir. Y todo eso sin madurar. Pero me faltaba un perro.
Fui a la peatonal Muñecas y había una familia regalando cachorritos. Eran todos negritos y les quedaban tres. Había uno, puntualmente muy lindo. Lo alcé y me lo llevé. A éste lo bauticé yo. Rufus le puse.
Rufus tenía genéticamente muchas más energías que Batuque. Muchas. No se cansaba nunca. Se hizo fibroso, grandote, era bravo. Muy bravo con cualquier cosa que él consideraba una amenaza. Super cariñoso con mis cachorros y super fiel conmigo. Yo le retribuía esa fidelidad alimentándolo, bañándolo, poníendole agua fresca, comprándole algún juguete y refugiándolo cuando el frío o la lluvia arreciaban o cuando abundaban los fuegos artificiales.
Hacerlo jugar era una tarea titánica. Lo que más disfrutaba era que ate una botella plástica a una soga y hacer correr la botella por el fondo de casa. Rufus corría a toda velocidad detrás de la botella y si era necesario saltar, saltaba. Ojo, saltaba un montón. Tuve que elevar la tapia del fondo a tres metros porque el tipo la trepaba y se iba al vecino.
Cuando me fui de casa, cargado de bolsas de consorcio, en medio de la noche, Rufus estaba en la puerta del pasillo que llevaba al fondo de casa. Lo miré muy fugazmente, casi que no quise verlo. Lo escuché lloriquear hasta que me subí al auto de mi amigo que me sacó de ese lugar que supo ser mi hogar.
Desde que me fui sólo lo saludé desde una ventana cada vez que iba a ver a mis peques. Lo vi desmejorar sin poder hacer mucho para revertir la situación. Y mi corazón se cerró para las mascotas. No quise volver a tener otra.
La cosa es que ayer a la siesta Rufus murió.
Tres años de agonía desde que me fui. Murió flaco, enfermo, casi ciego. Murió sin mi. Y yo me morí un poquito ayer.
Se fue a trepar paredes al cielo de los pichos ... y yo me quedé acá, con ganas de hacerlo correr hasta que saquemos la lengua los dos, de abrazarlo y, por primera vez en años, con ganas de tener un perro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Manual para matar.

¿Cómo matar a un no muerto? Lo sé, parece una pregunta estúpida, y quizás lo sea. Jamás me agradaron los dueños de verdades y no pretendo tr...