miércoles, 14 de febrero de 2018

Alta fidelidad.

Hola, soy el Fer y vengo a hablarles de la fidelidad.
No, no se pongan nerviosos, no le estoy apuntando a la fidelidad del modo en que están pensando.
Me refiero a esa fidelidad más mundana, absurda, esa a la que nos aferramos y nos da vergüenza quebrar.
¿Vamos al punto? Bien.
Amo el barrio donde vivo. Está ubicado en un rincón de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Literalmente camino 50 metros hacia el oeste y llego a otra ciudad. Si a ese recorrido lo extiendo a 800 metros hacia el norte llego a otra ciudad.
La vista al cerro es impagable y la brisa que llega al amanecer resucita al más desvelado.
Amo el barrio porque me crié en él. Rincón adonde vaya tengo algún recuerdo que se dispara sin pedirlo. Todos nos conocemos desde pequeños. Uno de esos ex pequeños, actualmente un cuarentón arruinado (nada que ver con mi impecable estado) es Darío, el carnicero del barrio.
La carnicería de Darío es la típica barrial. Con el mosquerío, el borrachín sentado afuera, y el piso que evidenciaba falta de limpieza desde tiempos inconcebibles. Probablemente desde nunca. Cuando uno entra el saludo es una arqueada de cejas, no hay palabras salvo para indicar el corte buscado. A ninguno nos importa nada de eso. Es Darío, ¿qué podría salir mal?
Siempre fui a hacer mis compras con él, pero de repente llegó Juancito y puso su propia carnicería.
Un buen día (o un mal día) Darío no abrió su carnicería porque se había ido a pescar y tuve que resignarme a comprarle a Juancito.
El día y la noche. Juancito tenía aire acondicionado (daban ganas de dormir abrazado a una media res ... aunque creo que eso ya lo viví, perdón por el deja vu) No había moscas, el piso olía a desinfectante perfume a lavanda, la máquina de moler carne brillaba y ... ¡Juancito saludaba!
La carne ... un viaje al paraíso. Todo muy lindo pero de repente ... la culpa. Estaba siéndole infiel a Darío, el carnicero de mi vida. Se me pasó la culpa cuando me hice un lomito. Le puse jamón, queso, un huevo a la plancha y cebolla caramelizada. Mostaza y un toque de mayonesa. Y un toque de una salsa picante. La bajé con una birra bien helada.
Pero ya me estoy yendo por las ramas una vez más. Ahora tenía que pensar cómo iba a seguir mi vida. ¿Seguir con Juancito o volver con Darío?
Una disyuntiva enfermiza ... ya había probado la carne de Juancito ... ok, eso sonó mal, lo admito, pero Uds. me entienden perfectamente a qué me refiero, manga de pervertidos.
La cuestión es que volví a pecar con Juancito. Una y otra vez. Y el problema es que para llegar a Juan, hay que pasar por el frente de Darío sí o sí. Asi que cuando regresaba a casa camuflaba la carne con otras compras.
Y al saludar a Darío a mi regreso sentía que él se iba a dar cuenta de mi traición.
Nunca pasó eso pero el dichoso karma esperó su momento más dulce.
Una tarde calurosa de Tucumán salí de casa porque necesitaba diferentes cortes para equipar el freezer para el mes. Sueldo recién cobrado. Me sentía Donald Trump.
Pasé por el frente de Darío y él sentado afuera. Lo saludé arqueando las cejas y él me respondió con el mismo gesto. Unos metros más adelante, Juancito con todo su espledor.
Pensé que sería muy malo saludar a Juancito llamándolo por el nombre de Darío.
Muy, muy malo. Me exigí concentración a mi mismo en los pasos finales, abrí la puerta del negocio, la cerré para que no se escape el aire y:

Fer:"¡HOLA DARIO!"

Con volumen de recital de heavy metal.
Juancito sonrió, yo agaché la cabeza, le pedí medio de molida especial y me olvidé del resto de los cortes.
Al salir dije solamente chau. Sin nombres. No sea caso que a mi cerebro se le ocurra dejarme como un boludo dos veces seguidas. Ojo, mi cerebro es capaz eh.
Llevo catorce días sin ir a ver a Juancito, voy a dejarme la barba nivel terrorista de ISIS para que no me reconozca.
De ahora en más nada de nombres. Juancito va a ser crack, campeón, ídolo, capo. Y Darío también, por las dudas.

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