viernes, 2 de febrero de 2018

El hombrecito.

Finalmente llegó el día en que tenía que ir al odontólogo. El Dr. Ramirez es un tipo joven, grandote y pelado. Posee una frente hipnótica, brillosa y amplia. Lo suficientemente amplia como para que aterrice una avioneta.
Me pidió que me ubique en la silla y una vez que me recosté me di cuenta, me acordé de por qué tenía miedo de ir al dentista. Esa sensación de desvalidez, de estar entregado a la pinza, al torno y lo peor de todo, la suma de todos los miedos: a la aguja.
Todo el coraje y la valentía que tenía al momento de hacerme el odontograma se hizo humo.
Empecé a sentir ganas de escaparme, ir a casa e intentar quitarme la muela de juicio por mi cuenta. Si Tom Hanks lo logró, por qué yo no. Sólo tenía que naufragar, hacerme amigo de una pelota de volley y operarme con un patín viejo y una piedra.
Me sentí solo. Solo contra el mundo.
Mientras pensaba todo eso el Dr. Ramírez se acercó hacia mi con algo que yo pensaba que era un espejito pero no. Era la aguja. Me introdujo la anestesia sin previo aviso y cuando sentí el pinchazo me pidió que respire hondo. Empecé a respirar como para aspirar medio kilo de cocaína y aún no terminaba el padecimiento. No voy a mentirles, se me escapó un lagrimón.
Finalmente después de un minuto eterno se acabó el momento de inhalar y me pidió que exhale suavemente.
Aún con mi dignidad herida el Dr. Ramirez empezó a tirar de la muela con su pinza hasta que le dije "capo, me duele." En realidad sonó más a "a-o e ue-e". Claro, tenía la boca abierta. Pero los odontólogos entienden. Con más razón cuando uno dice "ay" y esa exclamación suena a lamento lánguido y sufrido.
Eso le bastó para inyectarme una vez más. Y así estuvimos, entre "ay" y pinchazo cuatro veces en total. Me fue sacando la muela de a pedazos. Mis ojos enrojecidos eran la prueba de mi tremendo sufrimiento.
Salí del consultorio con un apretón de manos, la imagen de una avioneta narco aterrizando en la frente del Dr. Ramírez, con menos mocos y lágrimas y una pieza dental menos.
Llegué a la recepción para concertar el turno para la limpieza dental. Previamente me aseguré tener la bragueta cerrada, no era la idea repetir la vergonzosa experiencia pasada.
Empecé a sentir que la parálisis facial por la anestesia estaba llegando hasta mis tobillos, era como una rigidez total y absoluta. Me descubrí hablando de manera extraña, como si estuviese inventando un dialecto drogadicto.

Secretaria: "Tenés turno para la limpieza el 14 de febrero a las 18 horas." (ya podía tutearme, conocía mis calzones)
Fer: "Uenizimo ... paa el ia e los enamoao"
Secretaria: "Exacto, vas a quedar óptimo para una cita."
Fer: "a imieza ... uee" (por las dudas se lo traduzco: la limpieza ... ¿duele?)
Secretaria: "Hay dos tipos de limpieza, una mecánica y otra por ultrasonido. Las dos duelen."
Fer: "os enes oas as ondiziones paa ayuar a un uicida" (vos tenés todas las condiciones para ayudar a un suicida."
Secretaria: "Te va a atender la Dra. Suárez. Le voy a decir que sea buena con vos."

Eso me sonó a que le va a decir que soy un maricón. Y quizás eso quede asentado en mi historia clínica. Burlado hasta por escrito, una metáfora de mi vida. En fin, este hombrecito va a juntar coraje hasta el 14 de febrero. Dra. Suárez, no te tengo miedo.
Mentira, sí te temo. Mucho.

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