viernes, 16 de febrero de 2018

Latidos.

Este verano me fui de vacaciones por primera vez solo con mis hijos (o sea, con mis bendiciones)
Cuando me puse a pensar que después de casi cuatro años de no convivir con ellos nunca habíamos viajado juntos sentí un vacío enorme en el alma. No entiendo los por qué, porque no existieron, hubo excusas y punto. En éste espacio puede sonar un tanto idealizada la relación con mis hijos pero no es así. Hay enojos, omisiones, y muchas batallas en medio.
Necesitaba llenar ese hueco.
Siempre salimos a dar paseos pero no es lo mismo que vacacionar.
Durante las vacaciones la convivencia es especial. Para bien o para mal.
Este viaje fue organizado a las apuradas. No tuve mucho tiempo de planificar las cosas y yo, planificador hasta el último detalle de cada aspecto de mi vida (y a veces de vidas ajenas), estaba un tanto intranquilo con ese tema.
De todos modos, estoy habituado a manejarme solo con ellos. Tengo muchas horas hombre cambiando pañales, haciendo dormir, despertando, alimentando, bañando, cambiando, planchando, medicando, jugando y sobre todo, cuidando que no rompan nada ni se maten entre ellos.
Armé un cuadrito con los posibles paseos y los horarios, separé el dinero para cada actividad, saqué los pasajes y un amigo, dueño del hostal adonde nos alojamos, nos reservó una habitación.
Si bien existía un plan, tenía un gran objetivo en mente: que ellos se llenen de recuerdos lindos para siempre.
Salimos muy temprano, casi de madrugada rumbo a Cafayate. Cafayate es un pueblito en Salta, rodeado de viñedos y por ende de buenos vinos. Para mi gusto, el mejor torrontés de la Argentina sale de Cafayate. Mendoza puede quedarse con el trono del malbec. Es un pueblo de altura, en medio de los valles calchaquíes, con montañas agrestes alrededor. Un paisaje totalmente diferente a la selva montañosa de Tucumán. Cafayate es seco, llueve muy poco y el sol es engañoso, parece que no pero pega con intensidad. Sino, pregúntenle a mi nariz pelada.
Subimos a un colectivo que hizo todo el camino bordeando el precipicio en todo momento. Es una ruta no apta para gente impresionable. Sugerencia, no miren la ventana si sufren de vértigo. Y traten de dormir si es posible. Caso contrario, disfruten de un paisaje único. Las montañas tucumanas son fascinantes.
Cuando llegamos, después de cinco horas y media de viaje, lo primero que hice fue acondicionar a las bendiciones en los baños de la terminal y después nos fuimos a sacar los pasajes para el regreso. Los pibes ya estaban inquietos. Estaban en ayunas prácticamente y aburridos. Y la fila era larga. Lautaro especialmente estaba movedizo.

Fer: "Lautarito, quedate quieto papi, vas a golpear a alguien"
Lau: "Papá, ¿puedo ir a ver los ómnibus?"
Fer: "No enano, quedate acá con el papá."
Lau: "Papá, ¿cuándo nos vamos?"
Fer: "Enseguida papilo, tenemos que esperar nuestro turno."
Y ahí fue cuando se hizo notar:
Lau: "EL PAPAAAA SE TIRAAAA PEEEEEDOOOOOOOOOS".

Con volumen de boliche.

Fer: "Enano, callate por favor, te voy a regalar chango" (dicho entre labios)

Por suerte la fila corría rápido, compramos los pasajes de vuelta y empezamos a caminar hasta el hostal, a unas cinco cuadras. Lautaro cargó el bolso matero, Lucía su carterita y una valija pequeña y yo el resto de las cosas más mi dignidad herida de muerte.
A una cuadra del hostal, en una esquina, Lucía leyó un cartel de un bar:

Lucía: "Cervecería artesanal ... MIRA PAPA, AHI TE VA A GUSTAR VENIR A VOS."
Con volumen de festival de rock en medio de toda la gente.

Listo, pedorro y borracho. Era demasiado para los primeros treinta minutos en Cafayate.
Llegamos al hostal, entramos a nuestra habitación. Sencilla pero cómoda. Lo suficiente para pasarla bien y sentirnos como en casa. Una cama cucheta y una cama doble era todo lo que necesitábamos para descansar.
Entre las bendiciones se distribuyeron los turnos para utilizar la cama de arriba de la cucheta. Al vicio, porque finalmente cada noche se metían en mi cama y yo terminaba siendo la parte del medio de un sandwich.
Hicimos todos los paseos que había planeado. Todos. Salimos a comer siempre, caminamos mucho, los llevé a una finca donde crían cabras, a una bodega, a una feria, a alquilar bicicletas, a una plaza con juegos para niños, jugamos al carnaval ... ellos fueron muy felices y yo también. Son la parte favorita de mi vida y la felicidad de esos niños es la mia.
Tuvimos nuestros desencuentros y también nuestras reconciliaciones. Entre ellos y entre todos.
Les dije que hicimos todos los paseos planificados, pero también hicimos uno más. Mi amigo, el dueño del hostal se ofreció a llevarnos en un camioneta a una quebrada, un espacio rodeado de formaciones rocosas en medio de la nada. O en medio de todo.
Lucía y Lautaro se lanzaron a correr como locos.

Lau: "Papá, ¿podemos escalar?"
Fer: "Más vale chango, metele."

Corrimos los tres. Yo era un niño más. Como cada vez que juego con ellos. Trepamos, nos ensuciamos, pero siempre juntos.

Fer: "Lau, la montaña te marca el camino, no bajés por cualquier lado."

Lau demostró tener una habilidad natural para escalar. Lucía para preocuparse por Lautaro. Como siempre, ella es una mamá en miniatura.
Nos cansamos de jugar a los montañistas. Mi amigo nos sacaba fotos desde abajo.
Cuando llegamos a la cima de una de las formaciones nos detuvimos, nos abrazamos y puse mis manos sobre sus pechos. Pude sentir cómo latían sus corazones a toda velocidad. Pude sentirlos tan vivos y tan plenos. Me di cuenta de inmediato que ese gran objetivo, que se llenen de recuerdos inolvidables, estaba por demás cumplido. Tuve que contener las lágrimas en ese instante. Justo en ese momento mi amigo tomó una de las fotos. No salgo precisamente sonriendo. Estaba conteniendo un nudo en la garganta.
Cuando bajamos y volvimos al hostal ellos se durmieron en la camioneta. Les agarró ese sueño que te baja cuando te sentís tranquilo, realizado.
Llegamos, nos bañamos y salimos a cenar. Sólo para que ambos se duerman en la mesa del restaurante.
Pasamos la última noche abrazados, hechos un nudo en la cama grande.
Al amanecer, armé los bolsos y valijas mientras ellos dormían.
Los desperté para desayunar y compartimos una de las últimas charlas en Cafayate:

Fer: "¿Qué fue lo que más les gustó?"
Lau: "Todo papá, pero escalar me gustó mucho."
Lu: "A mi también papá, escalar fue mi actividad favorita."
Fer: "Cierto, escalar es lo mejor."
Lu: "Pa, no quiero volver."
Fer: "Yo tampoco enana, pero tenés que ir a tu casa, yo voy a verlos pronto, son dos días que pasan volando."
Lu: "No pa, el tiempo pasa muy lento cuando no te vemos."

Lucía tiene el don de quebrarme. Le sale natural. Tiene facilidad de palabra. Sabe llegar hasta la última fibra de mi ser. Además, le brotan esas dichosas lágrimas, gordas como uvitas que me dan vuelta como media.
Superamos un nudo más en la garganta y nos fuimos a dar una última vuelta por el pueblo, almorzar unas empanadas y ya estábamos listos para regresar.
Listos es un decir. Pero había que regresar.
Fueron por lejos, las mejores vacaciones de mi vida. Por haberlos visto tan felices, por compartir todo con ellos, por las personas que conocí en el viaje. Hubo tiempo para que Lautaro despegue sin querer la goma del marco de la puerta del micro. Nos miramos los tres a los ojos e hicimos un pacto de silencio gracias a que el chofer no nos vio. Señor chofer, si está leyendo ésto, el autor del delito de vandalismo es menor de edad. Y fue sin querer.
Ellos se quedaron con recuerdos para siempre. Misión cumplida. Y yo me voy a acordar hasta el último de mis días de esa sensación gloriosa cuando afirmé mis manos en sus corazones después de llegar a la cima.
Les prometí un viaje a Purmamarca (mi lugar en el mundo) para algún fin de semana largo, les mostré las fotos del lugar y obviamente ya sabemos cuál será nuestra actividad favorita en el pueblo: escalar juntos.
Ya estoy ansioso por verlos reir, pelear, reconciliarse, hacerme pasar vergüenza, y sobre todo, por sentir sus latidos acelerados otra vez.
Como dijo alguna vez Lucía, la del don de la palabra, "mi corazón es del tamaño de mi puño y late al ritmo del amor que siento por vos, papá."

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