miércoles, 6 de septiembre de 2017

Ochentoso.



“¡Doña Gringaaaaaa! ¿Puede su hijo salir a jugar con nosotros?”
Así arrancaba mi vida en esos años ochentosos donde se desarrolló mi infancia, a las 17 horas en punto, hora donde se acababa la eterna siesta. Hasta eso inventaba historias con los soldaditos, historias que quedaban continuadas para la siesta siguiente, o películas ultra extendidas con los autitos donde todo el living de la casa se transformaba en gigantesca carretera o mejor aún, hacía un crossover entre ambos mundos y la plataforma era el fondo de casa, donde los canteros se convertían en islas enormes, el montículo de arena para la construcción de una piecita nueva la enorme ciudad y con los ladrillos “construía” edificios que tenía que defender del cruel y despiadado enemigo.
Mis robots transformables (que no podía faltar) eran de papel (yo los dibujaba, pegaba sobre cartón y los recortaba) y eran la última línea de defensa de la población imaginaria.
Cuando llovía, entretenerse con las figuritas era una buena alternativa. Muchas de esas figuritas eran también dibujadas, pero valían igual. Más vale que valían igual.
O tirarme panza abajo a leer la acumulación de revistas, libros e historietas que había siempre en casa. Eso nunca faltaba. Previo a salir llegaba el único dibujito que me atrapaba (y prácticamente el único que transmitían): Mazinger Z. Obviamente, todos los niños éramos Mazinger, todos teníamos puños misiles, rayos fotoatómicos, todos volábamos y a todos se nos iba un litro de saliva haciendo las onomatopeyas de los sonidos del gigantesco robot construido con la invencible aleación Z en un laboratorio secreto en Tokyo.
Una vez que se abría la puerta para ir a jugar, si podíamos invadir el terreno de la Torasso para jugar a la pelota, lo hacíamos. Cuando nos mandaban la policía para corrernos y se armaba el desparramo de pibes seguíamos el partido en la calle. El arco eran dos piedras o dos remeras y el travesaño hasta donde se estiraban las manos del arquero. Algunas veces las únicas zapatillas decentes eran las del colegio y cuando mis botines marca Sacachispas me quedaron chicos, jugar descalzo era la única alternativa. La de pisotones que me banqué. Más de una uña quedó en el camino jugando de ese modo.
A veces la pelota iba a parar al jardín de Don Caro, más conocido como … el viejo Caro. Viejo porquería que no nos devolvía la pelota o la devolvía pinchada. Otras veces caía en el jardín de Doña Antonia, también más conocida como … la vieja Antonia. Como verán, todos los enemigos eran viejos.
Mi venganza personal consistía en trepar por la tapia del fondo de mi casa, arrastrarme por el techo y ubicarme cuerpo a tierra en el borde, sostener fuerte la honda y tirarles pedradas. Delito prescripto gente.
Igual, con pelota pinchada o secuestrada, el juego seguía. Para eso estaba el arroyo, donde nos internábamos a jugar al ladrón y al policía. El arroyo era un monte que estaba a cincuenta metros del barrio desde donde nos quedaba a un paso el cañaveral donde sustraíamos cañas para chupar echados al costado de la ruta. Otro delito prescripto.
Así se iba la tarde … empezaba a caer el sol sobre esos cerros que parecían estar apenas cruzando el arroyo, se encendías las lucecitas de las casas de las cumbres, luces que veíamos todos los días pero que cada enero representaban a los reyes magos bajando para traernos algún regalo.
En ese momento las madres empezaban a llamarnos a grito pelado para que vayamos a bañarnos, alguno se animaba a pedir un ratito más y la respuesta no se hacía esperar, alguna ojota que se revoleaba o una rama de siempre verde que se agitaba en el aire, amenazando con dejarnos cuadriculados los lomos.
Ya limpios, llegaba la cena y a la cama, al otro día temprano la escuela para esperar ansioso ese llamado que nunca se hacía esperar: “¡Doña Gringaaaaaa ….!”

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