jueves, 26 de enero de 2017

El experto.

Es de no creer, pero de adolescente era más feo que ahora. En primer año parecía niño esclavo rescatado. Flaco y petiso. En segundo año pegué el estirón y me hice alto y musculoso como ahora (?)
Hablemos en serio, cuando me hice adolescente cambié drásticamente de grupo de amigos. Empecé a juntarme más con mis compañeros de la secundaria (no con todos, tenía mi grupito) que con los muchachos del barrio. Una de las últimas oportunidades que compartí con los changos del barrio fue un cumpleaños de quince de una vecina. Hasta entonces conocía el alcohol por el vaso de vino que tomaba mi padrino los domingos o el vaso de vino que tomaba mi abuela ... todos los días.
Lo había probado obviamente porque los varones no pueden desear y no falta el comedido que al grito de "que vaya haciéndose hombre" te convida un trago.
La cuestión es que me puse la camisa de jean, mi pantalón nevado (sí, eran la remoda, busquen las imágenes en google los más pendejos), mis zapatillas nuevas y me fui a la fiesta.
Nos sentaron a todos los amigos en una mesa y nos trajeron la comida. Y nos sirvieron botellas de cerveza y unas cajitas de vino tinto. PARA QUE.
Amigote: "¿Saben qué queda muy bueno? La cerveza mezclada con el vino tinto."
Fer: "Ah sí, más vale chango."
TODOS eramos super expertos en materia de bebidas alcohólicas. Las sabíamos todas, la teníamos clara con el fútbol, con las minas y el alcohol no podía ser la excepción. Admitir lo contrario implicaba un descenso social tremendo. Admitir la realidad, claro está, porque todos eramos unos muertos.
Por favor los menores de edad, no hagan lo que sigue en sus casas.
La cuestión es que me puse a preparar 50 y 50 los vasos de cerveza con vino tinto. No sé cuánto bebí. Lo que sí puedo decirles que a partir de cierto momento el monitor empezó a parpadear.
Lo primero que recuerdo es que me dieron una rosa con una vela y me pidieron que me ubique en determinado lugar.
Cumpleañera (llorando): "Por favor quedate quieto ahí."
Fer: "Si es lo mismo ameeegaaaa."
No sé dónde quedé porque en la foto no salí.
Después fui al baño, iba rebotando en las paredes del pasillo y ya estaba ocupado por uno de los muchachos que estaba vomitando hasta lo que había comido dos semanas atrás. Entré nomas y nos hicimos hermanos del vómito.
Después estuve sentado largo rato creyendo que estaba seduciendo a una chica del barrio. En realidad le estaba dando asco. Pero como soy muy crack me levanté para sacarla a bailar. Terminé aterrizando sobre su pantalón. Hubo gritos, empujones, más lágrimas. Fui un desparramo de emociones.
Cuando pude pararme me acordé que alguien alguna vez dijo que cuando uno está borracho te tiene que dar el aire. Salí a la vereda y no sentía nada de viento. Tenía que generar viento. Así que me pareció muy sensato empezar a correr para sentir viento. Corrí, corrí y corrí, dando vueltas a la manzana. Habré dado unas cinco vueltas con algunos desparramos de humanidad en el pasto de algún vecino hasta que me cansé de jugar a Flash y decidí que era hora de volver a casa. Crucé la calle y caminé tres casas.
En ese entonces el frente de casa tenía una verja de dos metros y medio y el portón religiosamente se cerraba con candado después de las 22 horas. En condiciones normales saltar ese portón para mi era una macana. Yo no estaba normal asi que me caí. Fue un panzazo pero contra el concreto. Después de un tiempo en el piso me levanté, llamé a la puerta, me abrió mi vieja y me vio en un estado lamentable. Me fui derecho al baño a seguir expulsando el demonio y todas las integrantes de la casa de Bernarda Alba en la puerta preocupadas por mi salud.
Mamá: "Hijito qué te pasa."
Fer: "Maaaaa comí un sánguche de mortadela, me hizo re mal".
La confianza ciega de mi vieja. Pobre. Me creyó.
Me fui a mi cama y en cuanto me acosté todo empezó a girar. Mi cerebro tenía un corazón agitado. Latia y sentía que me iba a salir por la nariz. Me dolía la cabeza. Me dolía el cuerpo por los golpes. Y mi estómago quería fugarse de mi cuerpo.
La cuestión es que mi vieja llamó a la emergencia médica a pesar de mis insistentes ruegos para que no lo haga.
Llegó la ambulancia y entró el doctor. Me revisó y luego de un silencio que se cortaba con tijera lanzó esa frase que nadie en mi familia jamás olvidará:
Médico: "Señora, su hijo está borracho."
Era el fin de mi niñez para mi mamá. No importaba que se haya enterado que ya había estado de novio. O que ya haya intentado afeitarme. Para ella aún eran cosa de chicos. Pero ese suceso era diferente. Pude notar ese cambio en sus ojos. Me miró con ojos de desilusión por un instante. Y luego su mirada se transformó en ojos asesinos.
Seguramente tuvo ganas de matarme pero como era su único hijo tuvo compasión y se le pasó.
Pero lo más probable es que se haya preguntado en qué falló. Y no falló en nada. Ella hacía lo que podía. Yo era un atorrante no asumido. Seguro se cuestionó, porque eso es lo que hacemos los padres todo el tiempo. Cuestionarnos y mucho internamente. Queremos estar en todas y prevenir todos los males del mundo y luchamos arduamente contra hijos que no nos comprenden.
Hay un instante en la vida en la que coinciden dos sucesos:
1. Terminamos de entender a nuestros padres.
2. Nuestros hijos creen que no sabemos nada de la vida.
Es ley.

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