Juan Luis Gutiérrez se llamaba mi padrino de bautismo. El
primer encuentro entre él y mi familia ocurrió cuando yo no estaba ni siquiera
en los “no planes” de mis padres. Mi abuela materna, una de mis tías y un tío
abuelo estaban recorriendo una finca … ajena, recolectando choclos … ajenos. En
sentido contrario venía mi padrino con una escopeta en la mano.
Mi tío abuelo intentó manejar la situación:
José: “Buen día Don, andamos contando los choclitos.”
Juan: “No se haga problema Don, yo también estoy robando.”
Por favor no se pongan moralistas. Es una anécdota graciosa
de familia. Aparte el delito ya prescribió. Y el chacrero no se fue a la
quiebra.
En ese entonces mi familia vivía en El Colmenar en una casa
prestada. Mi padrino vivía en Las Talitas, cerca de allí. A partir de entonces
se hizo amigo, muy amigo de mi familia. Él con sus hermanos y hermanas se
juntaban con las jóvenes integrantes de los Pérez (mi vieja y sus hermanas) y
hacían alta gira por los boliches de turno junto a otros secuaces.
Vamos rápidamente a cuando nací. Era hermoso. Después me
descompuse. Juan se hizo cargo del padrinazgo. Y yo del ahijadazgo.
Él hizo las veces de papá. Se instalaba todos los fines de
semana en casa durante mi infancia. Y las salidas con él eran a:
1. Me
llevaba a la cancha de San Martín a pesar de que él era veneno del decano. La
primera vez que San Martín ascendió a primera me llevó a los festejos en la
Plaza Independencia. Quise hacerle una broma inocente. Grité que él era decano.
Vean como cantaba ese cristiano a favor del santo.
2. Me
llevaba a Sacoa a jugar a los videojuegos.
Aquí se termina lo infantil.
3. Me
llevaba al hipódromo. El tipo era fanático de los caballos. Me hizo aprender
todo lo que había que saber para creer adivinar qué caballo iba a ganar para
finalmente darse cuenta que ganaba cualquier otro.
4. Me
llevaba a las carreras cuadreras. Su hermano tenía caballos que competían y nos
íbamos a distintas localidades del interior de Tucumán.
Mi padrino olía a cigarrillos marca Colorado. Fumaba todo el
tiempo. Era muy gracioso. Y super laburante. Tenía una finca en Las Talitas, un
terreno soñado. Y nos compró a nosotros el auto que mi vieja jamás pudo manejar
bien. Un Chevy modelo 76 de color amarillo. Una máquina ese auto. Nos llevaba
una vez al mes a la casa que tenía mi abuela en Tala Pozo, un pueblito bien
tierra adentro en Tucumán.
Hay algo más que tienen que saber sobre mi padrino. Era el
tipo más mujeriego que conocí en mi vida. Le hacía tiros a todo lo que se movía.
Vivía cambiando de novia. Y fue un adelantado a las icardiadas. No te podías
descuidar con el tipo.
Un verano nos acompañó a unas vacaciones en Cafayate. Yo
tenía 12 años y compartí la habitación del hotel con él. La primer noche se
sentó frente a mi y empezó a enseñarme cómo debía hacerle el amor a una mujer.
Dos cositas:
1. Eran
los 12 años de mi generación. Lo más zarpado que había en la tele en ese
momento eran los capítulos del Chavo del Ocho. Y aún me costaba despegarme de
mis soldaditos de juguete. Un boludito muy importante.
2. Si
hubiese hecho el 10% de las cosas que me enseñó yo hoy estaría preso. Era un
Christian Grey muy zarpado. Sin el helicóptero.
La cuestión es que sentí que pasó un huracán sobre mi
infancia.
Entrado ya en mi adolescencia mi padrino empezó a visitarnos
una vez al mes. Era como que su laburo como papá postizo ya estaba casi hecho.
De todos modos tuvo precisión quirúrgica para justo estar la noche que me
emborraché por primera vez. Me dio un sermón tremendo. Calculo en realidad que
habrá sido tremendo. La resaca no me permitió grabar nada de lo que me dijo.
Nunca perdimos contacto pero ya me hice grande y era yo quien
iba a visitarlo un fin de semana al mes en su finca. Yo ya estaba estudiando en
la Facultad y él finalmente había sentado cabeza. El tipo se había casado.
Tenía ya casi 60 años. Dura la piedra eh?
¿Se acuerdan de los cigarrillos Colorado? Él había dejado de fumar hace ya
muchos años. Pero el daño ya estaba hecho. Un cáncer en la garganta se había
instalado con ganas de quedarse. Después de meses de quimioterapia y una
operación todo parecía estar bien. Pero esta enfermedad de mierda volvió con
todo. Tuvieron que hacerle una traqueotomía. Perdió el habla y nos
comunicábamos por señas. Las veces que no podía entenderle me escribía.
Se mudó a la casa de una de sus hermanas en Barrio El Bosque,
que quedaba mucho más cerca del hospital que su finca en Las Talitas. Hacia allí
iba domingo de por medio a verlo. Jugábamos a las cartas, nos cargábamos con
San Martín y Atlético y compartíamos las gambetas del ídolo de River de turno.
Nos reíamos mucho. Le contaba sobre los avances en mis estudios. Sobre las
changuitas que hacía para conseguir algo de dinero. Sobre mis planes. No había
lugar para lamentos. Su físico se deterioraba cada vez más. Eso era notorio.
El domingo que se fue estábamos todos. Su familia completa y
yo. Empezó a faltarle el aire, lo rodeamos, le sostuvimos las manos, tratamos
de transmitirle paz. El gallego se fue y no se fue solo. Esa vez mi llanto
estuvo cargado de presencias, de ansiedad por su llegada (¡ahí viene el
padrino! Gritaba yo cuando veía aparecer el Chevy en la esquina), de infancia
feliz, de historias locas, de viajes al campo, de canchas de fútbol, de peleas
a causa del clásico tucumano … se te extraña gallego.
Me hubiese encantado que conozcas a mis hijos, o que hubieses
estado para aconsejarme tantas veces.
Nos vemos cuando Dios quiera.
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