viernes, 20 de enero de 2017

La sonrisa de papá.

De mi papá tengo la sonrisa. Físicamente sólo eso. Bueno, y la estatura. Aunque quizás la estatura también salga de la cruza con mi vieja. Entre dos personas que no superan el metro setenta es imposible que salga Manu Ginóbili. Sale un Fernando Pérez. De mi forma de ser, algunas cosas que no me gustan mucho y trabajo para mejorarlas. Y una natural facilidad para las relaciones sociales. La primera vez que hablé sobre mi viejo yo tenía 7 años. Estábamos almorzando en la gran mesa redonda de la casa de Bernarda Alba. Estaban todas las mujeres y dirigiéndome hacia mi vieja lancé un: Fer: “Mamá, ¿cómo se llama mi papá?”. Habían pasado 7 años. Mientras tanto a mis amigos y compañeros de escuela cuando me preguntaban por mi papá les decía que había muerto. O que se habían separado. Dependía del humor que yo tenía. Fue motivo de agarrarme a las piñas en la escuela más de una vez. Cada vez que alguno me decía que mi papá no me quería me iba como flecha a cagarlo a trompadas. Mamá: “Juan Andrés Sandoval.” Fer: “¿Y por qué no lo conozco?” Mi vieja me llevó al fondo de casa y al lado del árbol de mandarinas me contó toda la historia. Se quebró por un minuto y me preguntó si lo quería conocer. Claro que lo quería conocer. Tucumán es pequeño. Pero resulta que era aún más chico de lo que parece. Mi viejo vivía a tres cuadras de casa. Con su familia. Una esposa y tres hijos. Dos varones y una mujer. Nos encontramos en un bar del centro que estaba ubicado en calle San Martín. Estaba con mi vieja y entró él, con un traje impecable y esa sonrisa tan igual a la mía. Morocho, pelo entrecano, una pancita incipiente y muy sociable; entró saludando a todo el mundo. Mi vieja nos dejó solos. Papá: “Hola hijo, qué grande estás.” Lógico, teniendo en cuenta que la última vez que supo de mi yo pesaba tres kilos y medio. Pidió una Pepsi chica para mi y él tomó un café. Me preguntó de quién era hincha. Se puso contento cuando le dije que de San Martín, como él. Uno quiere ser como su papá. Me preguntó cómo me iba en la escuela y algo más. Mientras tanto conversaba con medio mundo. Parecía que conocía a todo Tucumán. Mi viejo era dirigente sindical de empleados públicos. Así que sí, conocía a todo Tucumán. Ante todos me presentaba como su hijo. De ahí me pidió que lo acompañe hasta una casa de deportes donde compró cinco pelotas de fútbol. Pensé que quizás una era para mi. Pero negativo base. Eran para regalarle a un club. Nos encontramos con mi vieja y nos despedimos. Yo estaba feliz. Le dije a mi vieja que quería tener el apellido de mi papá. Mi padrino de bautismo, hasta entonces mi papá postizo sintió celos y yo quedé en una posición incómoda. Un par de semanas después para un día del niño mi viejo me hizo llegar un par de zapatillas. No tuve su saludo, ni siquiera por teléfono. Sólo ese par de zapatillas. Eran las primeras de marca que tenía. Y fueron las únicas que tuve en mi infancia. Ese par de zapatillas con el tiempo me quedaron chicas. Después fueron regaladas. Y durante todo ese tiempo no volví a saber nada de mi papá. Ni del apellido, porque mi viejo no quiso reconocerme. A pesar de vivir tan cerca jamás nos cruzamos. Recién nos volvimos a ver cuando yo esperaba el 9 para ir a la Facultad. Yo ya tenía 19 años. Mientras tanto: 1. En los partidos de fútbol era el único que era alentado por mujeres. Mujeres que se bañaban, perfumaban y vestían como para ir al teatro. Imaginen esa postal rodeadas de tipos sudados que putean todo el tiempo. 2. Un vecino me enseñó a hacer el nudo de la corbata. A ver, siempre me dijeron que soy muy inteligente. Pero la inteligencia tiene sus campos. Todo lo que son tareas manuales definitivamente no son para mi. Asi que este buen vecino se armó de paciencia durante casi una hora hasta que finalmente me salió un nudo decente. 3. Aprendí solo a afeitarme. Me corté entero la primera vez. Me saqué una feta de cara. 4. Tomé clases de inglés, computación y dibujo. Practiqué taekwondo, natación, maratón, vóley y handball. Cada vez que ganaba algo no tenía a un papá que me diga que estaba orgulloso. 5. Tampoco estaba cuando empecé a salir con chicas. Mis consejeros eran mis amigos. Uno más desastroso que el otro. 6. Dejé de mentir que mi viejo había muerto. Simplemente, no sabía nada de él. Nos encontramos en un bar de barrio sur, nos tomamos un café y nos pusimos al día. No hube reproches, sólo charlas. Charlas que se repetían una vez a la semana por tres meses y siempre saludaba a alguien. El tipo era más conocido que el gobernador. De repente me dejó plantado. Desapareció como los ninjas que tiran la bomba de humo y no los ves más. Volví a saber de él a mis 22 años. Evidentemente la constancia en las relaciones no era su fuerte. Al menos conmigo. No fue esta vez un encuentro casual. Fue un 24 de diciembre. Eran las 18 horas y sonó el teléfono de casa. Atendí. Fer: “Hola” Del otro lado: “Hola, quiero hablar con Fernando Pérez.” Fer: “Él habla.” Del otro lado: “Me llamo Fredy, soy tu hermano. Nuestro papá me pidió que te llame, quiere que nos conozcamos. Él está muy enfermo, no le queda mucho tiempo, ¿vos podés venir ya?” Obvio que fui. Fui corriendo. Conocí a su esposa y a sus tres hijos. Hermanos desconocidos. Absolutamente desconocidos. Estaba él sentado en el fondo de su casa. Claramente no estaba bien. Una afección cardíaca se lo estaba llevando de a poco. Charlamos todos como amigos de toda la vida y volví a casa. Le conté todo a mi vieja. Ella, desconfiada por naturaleza, me pidió que tenga cuidado solamente. A partir de entonces iba a visitarlo al menos una vez a la semana. Una vez incluso fuimos juntos al centro. Me presentó a un amigo suyo con la idea de que me de una mano consiguiendo un trabajo que nunca llegó. La última vez que fui estábamos solos en su casa. Todos se fueron para que conversemos tranquilos. Me contó cómo conoció a mi vieja. Cuánto la amó. Y que aún la amaba. Que fue el amor más puro que jamás sintió. Que estuvo a punto de dejar a su esposa, pero que por cagón y por dejarse llevar por sus padres no lo hizo. Me pidió que no repita su historia, que si alguna vez pasaba por lo mismo tenga los huevos para seguir adelante. Lloramos juntos, nos abrazamos y le perdoné todo el vacío que había dejado en mi vida. Me dijo que intentó ser el príncipe azul y se quedó en sapo. Le dije que se quede tranquilo, que yo creía que todos nacemos sapos. Que lo del príncipe azul es relativo. Un par de días después, en el mes de marzo sonó nuevamente el teléfono. Era su hija. Estaba en el Sanatorio del Parque esperando que le entreguen el cuerpo de mi viejo. Un infarto no le dio más chances de nada. Estuve en el sanatorio y luego en el velatorio, que se llevó a cabo en su casa. Cuando el ataúd estaba a punto de partir al cementerio llegó un amigo. Me abrazó y se puso a llorar desconsoladamente. Y yo también lloré. Lloré por cada puto momento en que no estuvo. Lloré extrañando momentos que no sucedieron y que no iban a suceder. Me juré hacer hasta lo imposible para que mis futuros hijos no pasen por lo mismo. Mis hijos sí iban a saber qué es tener un buen papá. Después de irme del cementerio volví un par de veces a su casa. Ya no era lo mismo. Mis hermanos no eran mis hermanos. Eran los otros hijos de mi papá. No pude sentirlos hermanos, a pesar de que nos esforzamos. Pero lo que no nace no vale si es forzado. No volví a verlos. Y así se terminaron las charlas con mi papá. Se fueron entre bares y el fondo de su casa.

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