martes, 31 de enero de 2017

La Maga.

No tuve abuelos varones. Sólo tuve a mi abuela materna. Magdalena se llamaba y Doña Maga le decían.
Ella fue la penúltima de siete hijos de un matrimonio de inmigrantes españoles. A su vez mi bisabuelo era hijo de un italiano que tuvo que emigrar a España por razones de fuerza mayor. Aparentemente se le cayó un hacha sobre la cabeza de un vecino. Cosas que pasan.
La cuestión es que el matrimonio se instaló en un pueblito de Burruyacú, en el noreste de Tucumán.
Mi abuela se casó antes de cumplir los 20 años con alguien que todos ustedes conocen. El muy popular señor Juan Pérez.
Tuvieron tres hijas, la del medio era mi vieja.
Cuando las hijas eran adolescentes ese matrimonio estaba acabado, y como frutilla del postre a mi abuelo no se le ocurrió mejor cosa que dejar de pagar la hipoteca de la finca donde vivían y un buen día llegó gente del banco a desalojar la casa. Así fue como mi familia fue a parar a El Colmenar cargando sus cosas en un carrito.
Se instalaron en una casita prestada por amigos que se iban a vivir a Buenos Aires. Allí empezó a forjarse la casa de Bernarda Alba. Un dream team de mujeres que terminaron la secundaria caminando 50 cuadras diarias y a la vez laburaron como empleadas domésticas.
Con el tiempo las hermanas Pérez empezaron a laburar formalmente mientras mi abuela era la jefa de la familia. Las chicas Pérez ya eran mujeres y consiguieron una casita en el Barrio San Martín. En medio de esas gestiones fue que mi vieja lo conoció a mi viejo. Pero a esa historia ya la leyeron.
Mi mamá fue enfermera toda su vida. Trabajó siempre en al menos dos lugares. La mayor de sus hermanas era la jefa de cocina de un hospital y la menor trabajó en el comercio hasta que sus últimos diez años de actividad los dedicó a un almacén que pusimos en casa.
Mientras tanto mi abuela seguía a cargo de la casa. Era la que se ocupaba de:
Cocinar todo.
Obligarme a tomar la sopa.
Perseguirme para que vuelva a casa a bañarme.
Ir a buscarme a la salida del colegio los primeros tres años de la primaria.
Amenazarme con contarle todo a mi vieja.
Consentirme con un sanguchito de caballa con cebolla o una rodaja de pan con picadillo.
Así que yo dedicaba tiempo a:
Separar lo que no me gustaba de la comida y dárselo al perro a escondidas.
Decir que me dolía la panza para no tomar la sopa.
Correr más rápido que ella para no tener que bañarme.
Buscarla a la salida del colegio y pedirle que me compre figuritas.
Amenazarla con que si le contaba algo a mi vieja yo les avisaba a todos en casa que la vi tomando un vaso de vino.
Comer el sanguchito o el pan con picadillo para hacer las pases.
Bonus track: a veces al despertar yo dejaba de respirar y me hacía el muerto sólo para ver cómo mi abuela se asustaba. Sí, muy cruel, pero divertidísimo a mis ocho años.
Bonus track dos: ella se ocupaba de amenazar de muerte a los padres de los chicos que se peleaban conmigo.
Con el tiempo ella fue reduciendo sus tareas. Sus hijas empezaron a jubilarse y tomaron la posta del laburo hogareño.
Yo me casé y me fui de casa. Casa a la que volvería 14 años más tarde, ya descasado.
La Maga conoció a Lucía en versión bebé. Esos últimos años el alemán hacía que confunda a la mayor de sus hijas con su madre, a sus otras hijas con hermanas y yo era uno de sus hermanos. Todos los días tenía que presentarme de nuevo con ella y detallarle todo el árbol genealógico. Pero era más divertido y menos traumático seguirle la corriente.
Ella se fue antes de que yo me enferme, así que estoy seguro que hizo bastante fuerza desde arriba para que este ejemplar vuelva a la vida.
Tenía una sonrisa linda, amplia con labios finos. Era blanca, no tenía una sola arruga. Ella estaba segura de que era rubia natural aunque en todas sus fotos de la juventud sale morocha. Ella fue mi mamá de todos los días en mi niñez.
Y ella está ahí. Está en el pan con picadillo que comparto con mis hijos.
Hola Maga, esperame que nos vemos cuando Dios quiera.

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