Tuve tres encuentros cercanos del tercer tipo con el canto. De entrada les aclaro que canto pésimo, pero dicha escasez de talento no impide que sea el primero en subirme a ladrar en un karaoke.
El primero de ellos transcurrió en clase de música en quinto grado. La seño iba a seleccionar de nuestro grado quiénes iban a ser los integrantes del coro del colegio.
Algo así como un latin american idol de bajo presupuesto. Hasta entonces solo
cantaba en la ducha. Y yo estaba seguro de que cantaba bien. Mi familia no
pensaba igual.
La seño nos hizo cantar tres versos una y otra vez, a veces
en grupo y otras en forma individual. Éramos casi 40 alumnos en el grado y la
seño ya iba seleccionando 25 chicos. Empecé a preguntarme qué estaba haciendo
mal. Quizás no me escucha claramente. Era obvio, la seño no me escuchaba, tenía
que empezar a cantar más fuerte. Empecé a subirle a la potencia de mi voz lo
más que pude.
Señorita: “Chiquito, no grite que no soy sorda.”
Ahí quedó trunca mi chance.
Quedamos diez afuera. Al menos tenía socios.
La segunda oportunidad estaba en Misa en la Parroquia San Roque
con mi vieja y empecé a coparme con las canciones y fui poseído por el Dios del
canto (?) Yo tenía 12 años. Al finalizar la Misa mientras el cura se retiraba
se acercó al trote un muchacho y mirando fijamente a mi vieja le preguntó:
Joven iluso: “Disculpe señora, ¿ese niño es su hijo?”
Mi vieja, poco acostumbrada a que me busquen por algo bueno
respondió:
Mamá: “¿Qué hizo ahora?”
Joven iluso: “Nada señora, queríamos invitarlo a que forme
parte del coro, tiene mucha potencia en su voz.”
Tomá mate.
La cuestión es que mi vieja se quedó mirando al flaco, me
miró luego a mi y me preguntó si yo tenía ganas. Ahí desaproveché mi
oportunidad de ser un niño estrella. Le dije que no. Menos mal si no hubiese
eclipsado a Abel Pintos.
La tercera y última oportunidad llegó a mis 14 años. En el
colegio nos dijeron que estábamos obligados a elegir un taller. O era teatro o
era música. Pero en ambos había que audicionar. Dura la piedra, me fui una
siesta con mi fiel ladero Paul Valdivia al colegio. No estoy inventando, así se llamaba mi
amigo. Estuve días ensayando en mi habitación frente al espejo “Deja de pedir
perdón” de Diego Torres. Eran las 15 horas y me planté frente al profesor de música y me largué a capella.
A mitad del estribillo con toda la emoción del mundo, a grito pelado y con mis ojos cerrados, mientras imitaba la postura de Diego Torres el profesor me detuvo.
Profe: "Pérez, Pérez, Pérez ... ya fue demasiado."
Lo miré a Paul y me bajó el pulgar en señal de que me fue pésimo.
Hasta allí llegó mi carrera. Pero del mismo modo que sucede con mis pasitos de rap, dame un fernet, uno solo, y te canto la misa criolla en modo heavy metal. No me digan nada, dejenme ser feliz.
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