El tiempo pasa muy rápido a los
cuatro años. Todo es poco. Y uno a esa edad siempre quiere más de todo. Yo quería
leer sin fin. Aprendí a leer a la fuerza, de tanto escuchar y de tanto ver
leer. Tenía esa edad cuando agarré el diario y empecé a recitarle a mi abuela
las historietas. Olaf el vikingo, Quintín, Popeye el marino y un par más.
Hasta que empecé el jardín de
infantes ya había leído todas las historietas que una vez a la semana una de
mis tías canjeaba en El Loro Viudo (un negocio de canje de libros y revistas),
la sección de Deportes del diario, un atlas del cual me aprendí los nombres de
todos los países, sus capitales y sus banderas. Si hubiese estado el programa
de Susana en ese momento seguro me hacía famoso.
Pero no, no hubo ni habrá fama,
al menos por ese tema.
La cuestión es que arranqué el
jardín sabiendo leer de corrido, escribir algunas expresiones, contar hasta
mil, hacer sumas y restas básicas y todo por culpa de la casa de Bernarda Alba.
De repente estaba en medio de
treinta incivilizados de los cuales me espantaba que no le hagan caso a la
maestra. La maestra me generaba compasión por tener que lidiar con seres
sacados de una mala remake del planeta de los simios.
Dejó de darme compasión cuando me
dijo que hasta que no me integre con mis compañeros no iba a izar la bandera. La
izaron todos. TODOS. Menos yo. Maestra si estás leyendo esto, quiero que sepas
que voy a entrar una noche de éstas a la escuela Yrigoyen y voy a robarme esa
banderita.
Empecé el operativo resistencia y
me hice amigo de la conserje. Doña Yola era la conserje. Ustedes podrán
imaginarse el tenor de esas charlas, “qué está haciendo señora”, “por qué”, “por
qué del por qué” y hacer catarsis sobre lo aburridas que eran las clases.
Qué podía haber de útil en
compartir mesa con estos imberbes. Salvo cuando Matías llevaba sus galletas “merengadas”.
Él me convidaba y me aseguraba que si las comía iba a tener grandes músculos. El
paquete de las galletas tenía un gatito que mostraba sus bíceps, así que su
teoría me pareció sensata. Matías, cada vez que como merengadas me acuerdo de
que fuiste el único medianamente razonable en el jardín de infantes.
El operativo resistencia tuvo su contraataque.
Era castigado por parte de la maestra. El castigo consistía en sentarme al lado
de una nena. EL HORROR. No le bastaba privarme de izar la bandera,
evidentemente me quería ver muerto.
Sobreviví al jardín de infantes
sin pena ni gloria, llevándome medio paquete de merengadas por semana, la mitad
del año sentado con una nena, y mirando de lejos la bandera.
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