Fue él.
Ella se detuvo a esperarlo por media hora en la puerta de su
trabajo, detrás de una columna que la protegía apenas de ese viento frio que bajaba de la montaña y que provocó un
brusco descenso de temperatura, hasta que recibió el aviso de que él no podría
llegar a tiempo. Media hora en la que se la pasó saludando a todos sus
compañeros, que muy apurados y uno a uno se retiraban a sus hogares. Él estaba
retrasado por el tráfico. Al menos eso acusaba el mensaje de texto. Respiró
hondo y decidió caminar las tres cuadras que la separaban de la avenida donde
podía esperar un taxi. Sólo tres cuadras sumidas en la oscuridad debido a que
las inclemencias del tiempo habían afectado el tendido eléctrico de la ciudad.
Ella fue esquivando en absoluta soledad los charcos de agua
intentando no ensuciar esos zapatos que él le había regalado la última Navidad.
Eran los más lindos de su amplia colección.
Intentó disimular el pánico por los ruidos que la
sobresaltaban. “Es sólo mi imaginación” se repetía a sí misma intentando
convencerse de una falsa sensación de seguridad.
Estuvo cerca de llegar a la avenida. Le faltaba menos de una cuadra.
Se hubiese subido a un taxi … si no hubiese sido por ese golpe seco que hizo
que se desplomara.
Al hombre alto no le importó que los zapatos de ella se
ensucien. Tampoco le interesó que esté indefensa. Siguió golpeándola con
sadismo con la misma piedra que la hizo caer. Cuando los golpes acabaron empezó
a abusar de ella … tantas veces como la oscuridad se lo permitió … y esa misma
oscuridad se lo devoró impune.
…
Han pasado cuatro meses desde que se despertó en el
sanatorio. Desde entonces que ella no es la misma. Ya no hay vida en sus ojos. El
daño de los golpes y de la impunidad del sádico que la dejó postrada habían
borrado su humanidad. Sus palabras salen escasamente de su boca. Antes las
manos de ella buscaban las manos de su hombre. Ese gesto se extinguió.
Ahora él la lleva en su auto tres veces por semana a
rehabilitación y una vez cada diez días al psicólogo.
Casi no hay avances. Se queda en su silla de ruedas frente a
la ventana mirando sin ver. Los médicos le dicen a él que hay que tener
paciencia … pero la paciencia no puede convivir con el odio.
Él: “Amor, es hora, nos toca la fisio.”
Él se puso su camisa más preciada. Esa que ella le obsequió
para su cumpleaños. Ella gira su silla de ruedas y se dirige hacia la puerta.
La levanta en sus brazos y ni siquiera ese contacto tan cercano produce una
reacción en ella. Guarda la silla en el baúl y vuelve rápido con su amor, como
si estando siempre ahora remediase algo ese momento en que la excusa torpe del
tráfico intenso provocó tanto daño. La culpa, esa odiosa inquilina.
El auto sale bajo una llovizna persistente. Está oscuro, como
si se tratase de una broma de mal gusto del destino. Él intenta conversar sobre
nimiedades que distraigan a su mujer, pero la oscuridad, el escaso tránsito y
la lluvia la inquietan demasiado. Desde la izquierda surge un hombre en moto
sin detenerse y gira en el mismo sentido en que ellos se dirigen. Un hombre
alto sin duda. Ella se sobresalta y por primera vez en cuatro meses toma la
mano de su compañero.
Ella: “Fue él.”
Él: “¿Estás segura?”
Ella: “Fue él.”
Claro que debía ser él. Se le notaba en el aspecto que tenía
que era un delincuente. El color de la piel, el peinado, el color de la tintura
de mala calidad, la remera, los tatuajes … todo indicaba que era un asesino, un
violador, alguien que no merecía respirar el mismo aire que las personas
decentes.
Él apagó las luces del auto y lo siguió por cinco cuadras. No
le importó desviar el rumbo. Cinco cuadras. Las suficientes para que el sujeto
que tanto deseó tener frente a él se detuviese a orinar en un baldío. Apagó el
motor del auto a cincuenta metros. Testaferro del dolor y de la culpa, se bajó
del auto.
Él: “No digas nada, ya vuelvo.”
Bajó tratando de ser lo más silencioso posible. Abrió el baúl
del auto y sacó ese bate de acero que siempre cargaba y jamás estrenó. Fue
deslizándose pegado al muro, silencioso, ansioso por concretar sus deseos más
terribles. De repente, lo tuvo a un metro delante suyo. Fue una fracción de
segundo. Descargó sus ganas de matar sobre su cabeza muchas veces. Las
suficientes para aliviar sus ansias de venganza divina, sin que le importe en
absoluto que su camisa favorita quede impregnada por la sangre ajena. Ese tipo
no iba a hacer daño nunca más.
Volvió al auto, envolvió el bate en papel de diario que
siempre había en el baúl y jamás le sirvió para algo. Ahora era útil.
Se limpió la cara con la página de obituarios. Entró al auto
y se sentó a su lado. Ella sonrió. Por primera vez después de lo sucedido veía
algo de brillo en esa mirada. Ahora seguramente todo iba a mejorar.
Avanzó buscando el camino para volver a casa. Necesitaba
limpiarse. El semáforo los obligó a detenerse unas cuadras más adelante.
Un muchacho solitario se incorporó desde la platabanda y
avanzó hacia ellos buscando una moneda obligada a cambio de una limpieza de
vidrios. Él estiró su brazo buscando algo de dinero en la luneta y se aprestó a
bajar la ventanilla. Ella se sobresaltó otra vez al mirarlo a ese joven. Era
sin duda, un hombre alto.
Ella: “Fue él.”.
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