miércoles, 22 de febrero de 2017

Siestero.

La siesta. Ese momento sagrado que tenía que aceptar sí o sí en la casa de Bernarda Alba. De chico iba al colegio durante la mañana, llegaba a casa entre las  12:30 y las 13:30, almorzaba lo que había cocinado mi abuela y todos a dormir. Menos yo. Pero tenía prohibido despertar a alguien antes de las 17 horas. Esa era la hora oficial de finalización de la siesta. Me permitían quedarme despierto jugando en el más absoluto de los silencios dentro de casa. Estar en la calle a esa hora era sumamente riesgoso. Hubiese estado a merced de las gitanas o del hombre de la bolsa.
Si hubiese tenido hermanos quizás encontrar algo para jugar hubiese sido más sencillo, pero no, la naturaleza y el status de clase media baja me obligaron a ser creativo.
Como no me daba el cuero para comprarme figuritas hasta llenar un álbum yo me las fabricaba. usaba planchas de papel y las dividía en cuadrículas y dentro de cada una dibujaba una camiseta de un equipo de fútbol o una bandera. Después las recortaba y listo. No me vengan con que la calidad no era la misma que las originales porque me van a dar justo en la pobreza.
En esa época nació mi gran amor por Mazinger Z. El único juguete en versión muñeco muy piola que tuve fue de Mazinger. Y creo que sucedió porque puse a mi vieja al borde del suicidio de tanto insistirle que me compre uno.
De todos modos en la siesta aprovechaba para dibujar a Mazinger. Realmente me salía muy bien. Tanto que al otro día vendía los dibujos por diez centavos de austral y me compraba un apretado de mortadela en el recreo. Posta. Lo de "austral" lo omiten por favor, me van a dar justo en la vejez.
Después se pusieron de moda los Transformers. Empecé nuevamente con la táctica de romper los quinotos y un buen día llegó mi vieja con un robot que se transformaba en ... autoelevador. Señora mamá, qué puede tener de intimidante y terrorífico un autoelevador. En fin, era lo que había. Fue volver a la siesta para dibujar historias sobre los Transformers. Novelas enteras me armaba.
Y me la jugué dibujando los robots, recortándolos y armando mis propios juguetes de cartón.
Jugaba en privado obvio, nada de perder el glamour.
Las siestas también eran para leer todas las historietas canjeadas durante la semana, para ver el final de la novela que una de mis tías no podía llegar a ver porque tenía que ir a laburar y para hipnotizar el reloj rogando que lleguen las benditas 17 horas. Creo que aprendí a entender las horas a causa de eso.
Eventualmente recibía la visita de algún primo o prima. Como era de esperar existiendo un pendejo caprichoso por ser el único bendecido en la casa de Bernarda Alba, todo terminaba en la siesta yéndonos a las manos. Pero la siesta era, como les dije antes, sagrada. No se podía despertar a nadie. Así que nos hacíamos recagar en silencio. Nos agarrábamos de los pelos uno a otro, pero muditos.
Las mujeres se despertaban a las 17 y nos encontraban colorados, con los pelos hechos un desparramo, pero callados. Respeto ante todo, carajo.
Hoy la siesta para mi es sinónimo de dormir hasta despertarme sin saber en qué año estoy. De lunes a viernes las laburo y los fines de semana tengo encuentros cercanos del cuarto tipo.
Siesta, no me dejés nunca.

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