martes, 21 de febrero de 2017

Memorias mínimas de mi muerte.

Hay sucesos que están en mi memoria y no los escribí en los posts titulados "Lo que recuerdo del día que fallecí". Son detalles, quizás no centrales para el relato que dividí en tres historias, pero que no dejan de ser importantes para mi.
Lo primero que tienen que saber sucedió antes de que caiga en coma. En algún momento llegué a desear morir. Yo no estaba bien, nada bien. Y realmente fue algo que deseaba como un acto de liberación. No atenté contra mi vida, pero quizás por eso en el momento en que me desvanecí en la camilla me sentía realmente en paz. La soledad pega fuerte, más aún cuando en teoría deberías sentirte acompañado, más tantos anhelos frustrados...
Sobre mi estadía en coma ya saben casi todo. De mi sueño recurrente y de mi deterioro que avanzaba a grandes pasos.
El afuera estaba interesante. Una cantidad inimaginable de amigos de todas las generaciones se movilizó para que mi familia no esté sola. Se organizaron para que mi vieja pueda estar en los dos horarios de visita de cada día y para que a mis hijos no les falte nada. Amigos, conocidos, gente que no veía hace años, iban al hospital para preguntar sobre mi salud. Algunos lograron colarse y espiarme en modo moriundo on. Cadenas de oración, llamadas telefónicas, mensajes, todo servía.
Una vez despierto me contaron de cuánta preocupación generé. Les confieso que sentir tanto amor es algo que me superó. Nunca fui consciente de que cuánta gente me quería. Y aparentemente era mucha.
Les conté también que al despertar era absolutamente dependiente. Necesitaba que me den de comer y de beber. Mi primer menú una vez despierto fue puré de zapallo. Y la guarnición fue ... más puré de zapallo. A la noche nada. Y al otro día, el primer alimento sólido con el almuerzo: merluza. Con puré de zapallo obviamente.
Estar despierto en terapia intensiva es horrible. La gente se muere al lado tuyo. Sos testigo directo de cómo respiran por última vez sin que nadie esté ahí para tomarles la mano o decirles un último te amo. Morir solos.
Finalmente en la sala común, la cosa no cambió respecto a ver morir gente. Yo mismo estaba en veremos. Sin embargo ahí había esperanzas de vivir. Y ni loco iba a volver a terapia. Me hicieron estudios de todo tipo para chequear que no tenga consecuencias en mi cuerpo. Salvo porque mis pulmones quedaron oscuros, todo lo demás está perfecto. En cuanto al morfi, contrariamente a lo que me imaginé la comida era muy rica. O al menos yo, de buen comer y con mucha hambre, todo me parecía rico. Hasta le terminaba el menú a algún compañero, sobre todo si era pastel de polenta o de papa. Tenía que levantar 15 kilates.
Por las noches me hipnotizaba el ventanal de la sala. Daba al playón de las ambulancias y las luces me atraían. Me preguntaba a quién estarán trasladando. Además, el viento sacudía los árboles cercanos. Viento, hace cuánto que no lo sentía.
Ya saben también que pasé doce días dormido. Una vez que me desperté, estuve tres días sin dormir. Tenía miedo de no abrir los ojos de nuevo.
Mi tiempo se iba charlando con mi familia, leyendo, escuchando música, planeando qué iba a hacer una vez que salga del hospital y tratando de escribir algo. Ah, descifré la clave de wifi de la sala, eso ayudó bastante. La radio se clavaba en aspen o en la cien.
Era invierno. Hacía mucho frío. Si bien había calefacción era necesario sumar alguna frazada. Y en los pasillos los traslados en la silla de rueda hacían que ese frío se sienta más intenso aún.
El personal médico y las enfermeras, todos fueron muy atentos. Si estoy vivo, además de porque el de arriba no me bajó el pulgar, es porque nadie bajó los brazos. Salvo la médica que le dijo a mi vieja que yo no tenía vuelta. In your face.
En los hospitales públicos los estudiantes de medicina rinden materias a libro abierto. Me refiero a con el paciente al lado. Dos veces me tocó que alguien rinda conmigo. Como en el primer caso yo sabía más que el alumno, lo clavaron como tuna. A la segunda le fue bien.
El día que me dieron el boleto de salida mi médica de cabecera de la sala vino y me regaló un beso y una sonrisa. Estaba feliz. Uno que salía vivo.
Pasé un par de semanas recuperándome en la casa de mi vieja y luego volví a mi ex casa.
Allí continué con la recuperación por un lapso de un mes más y uno de esos días sonó el teléfono y era el guardia de seguridad de la facultad de ciencias económicas cuando yo cursaba la carrera de contador. Habían pasado como diez años. Pero él se enteró de mi enfermedad y de algún modo averiguó mi teléfono y quiso saber de primera fuente cómo estaba.
"Vos siempre me saludabas, me preguntabas por mi familia y te quedabas conversando conmigo un ratito."
Ese gesto, mínimo y automático quizás para mi, generó en él la necesidad de llamarme.
Sentirse querido es abrumador, se los dije. Y es inevitable que uno se sienta a veces poco merecedor de tanta demostración de afecto.
Unos meses después todo, todo cambió en mi vida. Ya le contaré más sobre eso. Desde que recibí esta segunda oportunidad aprendí a decir las cosas. Digan "te amo" a diario. Díganselo a sus padres, a sus hijos, a sus parejas. Abracen. Cuiden. Y llegado el caso, digan "no te amo más". Está todo escrito amigos, absolutamente todo. Sólo que todos los días nos despertamos con una página nueva del guión de nuestra novela.
Salud por la vida amigos.

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