miércoles, 8 de febrero de 2017

La enfermera.

Ella hizo el curso de enfermería de ATSA. No estudió por vocación aunque amó su trabajo hasta el último de sus días. Era la salida laboral que tenía una jovencita que fue expulsada de su casa en el interior de Tucumán y que tenía que empezar a construir su futuro.
En esa época mi vieja asistía todos los días con un guardapolvos blanco impecable, usaba unos zapatos cómodos para bancarse las largas caminatas hasta las clases y un par de anteojos grandes, como solían usarse en los años 70.
Fumaba Imparciales, de los negros. Consumía sin piedad una caja por día. O dos.
Logró recibirse y empezó a trabajar en el Obarrio. Un par de años despúes salió de ese lugar para empezar en el hospital que fue su casa hasta jubilarse, el Centro de Salud.
Paralelamente al Centro de Salud siempre laburó en al menos un lugar más. ADOS, el policlínico ferroviario, el Padilla, todos ayudaban a llevar el pan a casa.
Un buen día mi vieja se enamoró. Ya les conté esa historia y quien les escribe es el fruto de probablemente una siesta tramposa.
La cuestión es que mi vieja además de cortar la relación con mi viejo abandonó a los Imparciales negros.
Estar en la casa de Bernarda Alba servía para que siempre exista una mujer a mano para cuidar que yo no me mate. En realidad era un nene muy tranquilo. Tan sólo necesitaba que me alimenten y me lean.
Una vez que superé el aburridisímo jardín de infantes empecé la primaria en el Colegio San Carlos. Un delantal celeste, pantalón gris, camisa blanca y corbata roja era el disfraz de turno. Horrible. Y de postre, una mochila en la que parecía que llevaba un cadáver todos los días. Era inmenso y no había relación entre mi cuerpo y el aparatoso bolso.
Ya saben también que era mi abuela la que me buscaba a la salida del colegio. Y que un buen día a mi vieja se le ocurrió buscarme en el Chevy y que gracias a Dios esa experiencia no se repitió.
Ok, la novedad es que mi vieja era quien me llevaba al colegio con una pequeña diferencia horaria. Ella entraba a las 7 y yo a las 8:30. Entonces el operativo era el siguiente, salir a las 6:15 de casa, ir al hospital con mi vieja y quedarme sentado en la oficina de las enfermeras hasta las 8:15, momento en el cual mi vieja se escapaba para depositarme en el lugar donde yo vendía dibujos hechos a mano para comprarme un sánguche de mortadela. Ya les hablaré de eso.
En ese lapso mi tarea era ayudar a hacer el inventario de medicamentos o escuchar atentamente como mi vieja (que era la jefa de la sala 3) las tenía zumbando a sus compañeras.
Mi vieja estaba en todas, era de esas enfermeras de alma, que siempre estaban con una sonrirsa y enormes dosis de compasión hacia el paciente. Capaz de discutir a grito pelado con el director del hospital para reclamar alguna injusticia y al mismo tiempo de llorar amargamente cuando perdía a un internado.
Esa etapa duró hasta tercer grado. Para entonces la mochila fue reemplazada por un portafolios. Pero a pesar de no tener que amanecerme en el hospital casi a diario a la salida del colegio iba a saludar a mi vieja. Me conocía esos pasillos de memoria.
Casualidades de la vida o cosas de Dios (siempre elijo lo segundo) cuando salí del coma hace unos años y me pasaron a sala común, fui a parar a mi querida sala 3.
Y ahí estábamos, mi vieja y yo. Ella cuidándome a toda hora y yo dejándome cuidar.
Una vez más me recorrí esos pasillos que antes supe apreciar haciendo carreras o evitando pisar las líneas de las baldosas. Esta vez lo hacía en camilla o en una silla de ruedas.
Fue inevitable empaparme de esos recuerdos de la infancia esos días que estuve en la sala. Cada visita que recibía de las enfermeras traía a mi mente los gestos de mi vieja y sus compañeras.
Qué grandes son las enfermeras. Qué poco las reconocen y cuánto ayudan a que uno se recupere. Ellas son las que luchan contra la falta de insumos y de interés, las que sonríen a pesar de todo, las que caminan por horas, las que te dan ánimo para recuperarte.
Salud por ellas, y salud por mi vieja, que ya se jubiló pero que sigue despuntando el vicio colocándole inyecciones a los vecinos.

PD: debe conocer los culos de la mitad del barrio, mínimo.

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