viernes, 3 de marzo de 2017

Siempre verde.

El jardín de infantes había sido un fiasco total. En el post “Kindergarten” les conté sobre mi frustrante experiencia rodeado de seres que parecían sacados de una versión clase B de “El planeta de los simios”.
Mi vieja me anotó en el colegio San Carlos, que nos quedaba cómodo porque estaba cerca del Hospital Centro de Salud, que es donde laburaba ella. Creo que ya les comenté algo de la rutina diaria. Mi vieja entraba tempranito al Hospital y yo me quedaba a hacer tiempo en la oficina de las enfermeras hasta que escapaba un ratito conmigo para depositarme en el colegio. Hasta eso, el hospital era mi mundo. Contar las cajas con medicamentos, recorrer los pasillos sin pisar las líneas, contar cuántos pasos había entre una sala y la otra … ya estaba canchero en eso de jugar solo.
Pantalón gris, camisa blanca, corbatín rojo bordeaux, medias blancas y encima de todo eso, un delantal celeste. Era la versión pobre de piñón fijo. Y para el invierno, cardigan rojo bordeaux. Y el equipo de gimnasia era también de color rojo bordeaux. Entero. Parecíamos remolachas saltarinas.
Hacer fila, tomar distancia, recitar la oración a la bandera y saludar a la señorita directora. Ese era el bendito ritual que empecé a conocer ese primer día.
En el grado nos recibió la señorita Teresita, quien iba a ser nuestra maestra los dos primeros años y quien iba a tener que armarse de paciencia conmigo. Mucha. Entendía todo rápido, me aburría más rápido, me agarraba a las piñas con más velocidad aún y le decía que no estaba de acuerdo con sus enseñanzas.
Fer: “Señorita Teresita, para mi pan se separa en sílabas así: pa-n. ¿Estamos separando en sílabas o no? Si estamos separando en sílabas, no puede haber palabras que no se separen, es contradictorio.”
CONTRADICTORIO le mandé. Seis años tenía el tipo. Marche la primera citación a la mamá en el cuaderno de comunicaciones. Muy en disconformidad acepté los monosílabos.
La primer cicatriz la compré en segundo grado. Estaba haciendo una carrera con un compañero … corriendo sobre los bancos. Estaba ganando con comodidad hasta que le erré a uno de los últimos bancos y di con la mandíbula en la punta de la mesa. Cinco puntos me hicieron en el Sanatorio Rivadavia. Fue la señorita Teresita quien me acompañó. Yo le agarré la mano mientras me cosían. Todavía tengo presente la sensación de su mano sosteniéndome fuerte.
En segundo grado ya tenía mi grupito. Eramos tres, Franco Soria, Pablo Monteleone y yo. Uno más quilombero que el otro. Y los tres eramos sin embargo buenos alumnos. Fue el año de la llegada de Anita, la chica de ojos celestes que nos gustaba a todos. Y fue el año del desembarco de la señorita Robles, la maestra de actividades prácticas. Era mi enemiga número uno. Y para mi pesar, amiga de una de las integrantes de la casa de Bernarda Alba, de la Chicha.
Fer: “Señorita, ¿para qué nos enseña a pegar botones? Eso es cosa de mujeres.”
Otra vez el cuaderno de comunicaciones. Me lo merecía por machista. Si me viesen hoy. Me sé todos los métodos para coserlos.
Pescaditos de papel glasé, platos forrados con tela, adornos hechos con pinzas de la ropa, tareas que no tenían sentido alguno para mi. No era que me salían mal. Me negaba a hacerlas directamente porque no estaba de acuerdo con perder el tiempo haciendo algo que no me iba a servir para nada cuando sea grande.
El cuaderno de comunicaciones empezó a reflejar los reiterados aplazos en manualidades y ante la presión de mi vieja (léase más vale que hagas lo que te diga la señorita Robles o te hago recagar) cedí y terminé aprobando la materia.
Sobreviví a la señorita Robles para enfrentarme en tercero a la maestra más malvada del colegio, la señorita Elvira. Elvira, su nombre ya destilaba maldad. Realmente me intimidaba, y la clase donde nos tomó verbos me quedó grabada. Ella iba banco por banco pidiendo que cada uno diga un verbo. No era tan complicado, hay miles de verbos, no tenía por qué equivocarme. Pero la presión era enorme, ¿y si me equivocaba? ¿Y si se reía la chica de ojos celestes? ¿Y si me ponía algo en el cuaderno de comunicaciones y mi vieja cumplía su promesa de azotar mis nalgas con una rama del siempre verde que crecía en la vereda de la casa? Uno a uno, cada vez se acercaba más y mi mente estaba en blanco. Pablo, que se sentaba a mi lado estaba paralizado. El petiso, rubio y de ojos grises, transpiraba. Nadie se había equivocado. Más presión aún. De repente, ya estaba con nosotros.
Elvira: “Monteleone, dígame un verbo.”
Pablo: “Llover”
Elvira: “Eso no es un verbo señor, cómo se le ocurre”
Por supuesto que no lo era, yo lluevo, tu llueves, él llueve, dónde se vio. Pablo por qué dijiste semejante boludez.
Elvira: “Usted Pérez, dígame un verbo y no se equivoque como el pavo de su amigo.”
Fer: “Lloviznar, señorita Elvira.”
La dejé sin palabras. Le quité el aliento y el clima en el grado se cortaba con tijeras. Largó una carcajada, se rió Pablo, se rió la chica de ojos celestes, se rieron todos, yo también me reí. Menos mi vieja que vio el mensaje en el cuaderno de comunicaciones.
El siempre verde tuvo una rama menos y yo aprendí una gran lección: mi vieja siempre iba a cumplir con su palabra.

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