El jardín de infantes había sido
un fiasco total. En el post “Kindergarten” les conté sobre mi frustrante
experiencia rodeado de seres que parecían sacados de una versión clase B de “El
planeta de los simios”.
Mi vieja me anotó en el colegio
San Carlos, que nos quedaba cómodo porque estaba cerca del Hospital Centro de
Salud, que es donde laburaba ella. Creo que ya les comenté algo de la rutina
diaria. Mi vieja entraba tempranito al Hospital y yo me quedaba a hacer tiempo
en la oficina de las enfermeras hasta que escapaba un ratito conmigo para
depositarme en el colegio. Hasta eso, el hospital era mi mundo. Contar las
cajas con medicamentos, recorrer los pasillos sin pisar las líneas, contar
cuántos pasos había entre una sala y la otra … ya estaba canchero en eso de
jugar solo.
Pantalón gris, camisa blanca,
corbatín rojo bordeaux, medias blancas y encima de todo eso, un delantal
celeste. Era la versión pobre de piñón fijo. Y para el invierno, cardigan rojo
bordeaux. Y el equipo de gimnasia era también de color rojo bordeaux. Entero.
Parecíamos remolachas saltarinas.
Hacer fila, tomar distancia,
recitar la oración a la bandera y saludar a la señorita directora. Ese era el
bendito ritual que empecé a conocer ese primer día.
En el grado nos recibió la
señorita Teresita, quien iba a ser nuestra maestra los dos primeros años y
quien iba a tener que armarse de paciencia conmigo. Mucha. Entendía todo
rápido, me aburría más rápido, me agarraba a las piñas con más velocidad aún y
le decía que no estaba de acuerdo con sus enseñanzas.
Fer: “Señorita Teresita, para mi
pan se separa en sílabas así: pa-n. ¿Estamos separando en sílabas o no? Si
estamos separando en sílabas, no puede haber palabras que no se separen, es
contradictorio.”
CONTRADICTORIO le mandé. Seis
años tenía el tipo. Marche la primera citación a la mamá en el cuaderno de
comunicaciones. Muy en disconformidad acepté los monosílabos.
La primer cicatriz la compré en
segundo grado. Estaba haciendo una carrera con un compañero … corriendo sobre
los bancos. Estaba ganando con comodidad hasta que le erré a uno de los últimos
bancos y di con la mandíbula en la punta de la mesa. Cinco puntos me hicieron
en el Sanatorio Rivadavia. Fue la señorita Teresita quien me acompañó. Yo le
agarré la mano mientras me cosían. Todavía tengo presente la sensación de su
mano sosteniéndome fuerte.
En segundo grado ya tenía mi
grupito. Eramos tres, Franco Soria, Pablo Monteleone y yo. Uno más quilombero
que el otro. Y los tres eramos sin embargo buenos alumnos. Fue el año de la
llegada de Anita, la chica de ojos celestes que nos gustaba a todos. Y fue el
año del desembarco de la señorita Robles, la maestra de actividades prácticas.
Era mi enemiga número uno. Y para mi pesar, amiga de una de las integrantes de
la casa de Bernarda Alba, de la Chicha.
Fer: “Señorita, ¿para qué nos
enseña a pegar botones? Eso es cosa de mujeres.”
Otra vez el cuaderno de
comunicaciones. Me lo merecía por machista. Si me viesen hoy. Me sé todos los
métodos para coserlos.
Pescaditos de papel glasé, platos
forrados con tela, adornos hechos con pinzas de la ropa, tareas que no tenían
sentido alguno para mi. No era que me salían mal. Me negaba a hacerlas
directamente porque no estaba de acuerdo con perder el tiempo haciendo algo que
no me iba a servir para nada cuando sea grande.
El cuaderno de comunicaciones
empezó a reflejar los reiterados aplazos en manualidades y ante la presión de
mi vieja (léase más vale que hagas lo que te diga la señorita Robles o te hago
recagar) cedí y terminé aprobando la materia.
Sobreviví a la señorita Robles
para enfrentarme en tercero a la maestra más malvada del colegio, la señorita
Elvira. Elvira, su nombre ya destilaba maldad. Realmente me intimidaba, y la
clase donde nos tomó verbos me quedó grabada. Ella iba banco por banco pidiendo
que cada uno diga un verbo. No era tan complicado, hay miles de verbos, no
tenía por qué equivocarme. Pero la presión era enorme, ¿y si me equivocaba? ¿Y
si se reía la chica de ojos celestes? ¿Y si me ponía algo en el cuaderno de
comunicaciones y mi vieja cumplía su promesa de azotar mis nalgas con una rama
del siempre verde que crecía en la vereda de la casa? Uno a uno, cada vez se
acercaba más y mi mente estaba en blanco. Pablo, que se sentaba a mi lado estaba
paralizado. El petiso, rubio y de ojos grises, transpiraba. Nadie se había
equivocado. Más presión aún. De repente, ya estaba con nosotros.
Elvira: “Monteleone, dígame un
verbo.”
Pablo: “Llover”
Elvira: “Eso no es un verbo
señor, cómo se le ocurre”
Por supuesto que no lo era, yo
lluevo, tu llueves, él llueve, dónde se vio. Pablo por qué dijiste semejante
boludez.
Elvira: “Usted Pérez, dígame un
verbo y no se equivoque como el pavo de su amigo.”
Fer: “Lloviznar, señorita
Elvira.”
La dejé sin palabras. Le quité el
aliento y el clima en el grado se cortaba con tijeras. Largó una carcajada, se
rió Pablo, se rió la chica de ojos celestes, se rieron todos, yo también me
reí. Menos mi vieja que vio el mensaje en el cuaderno de comunicaciones.
El siempre verde tuvo una rama
menos y yo aprendí una gran lección: mi vieja siempre iba a cumplir con su
palabra.
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