viernes, 31 de marzo de 2017

Feliz cumpleaños pibe.

Llevo celebrados 38 años. Si bien en la casa de Bernarda Alba me festejaron todos los cumpleaños (en mayor o menor magnitud) no tengo recuerdos de los de muy pequeño. Sí me contaron que al primer año, al momento de soplar la vela sólo dije una palabra: "chichi". Desde pendejo sabía adónde estaba lo importante.
El primer cumpleaños del que tengo memoria fue a los cinco. Vieja escuela. Celebración en la casa, con los amigos del barrio y los primos. Me vistieron con una bermuda gris, de vestir, y una camisa manga corta, medias de vestir de color azul, bien subidas casi hasta las rodillas y zapatos negros.
Los regalos en las bolsitas, la piñata y una torta que tenía un decorado de cancha de fútbol y los jugadores de River y Bosta, digo, Boca. Perdón, fue el predictivo, no me acusen a mi.
El de seis debe haber pasado sin pena ni gloria porque no me acuerdo nada. El de siete fue un bombazo. ¿Motivos? Un amigo de una tía me hizo una torta en forma de barco. Era como el Titanic. Quizás fue una premonición de lo que sería mi vida.
La gran sorpresa era que en cada bolsita había pistolas y cebitas. Para las nuevas generaciones, no, no estamos hablando de tráfico de sebastianes. Cebitas son balas de juguete que explotan. Fue un quilombo el fondo de la casa, la calle completa, un despelote de niños corriendo de un lado al otro.
Y fue el último año que tuve con vida a mi tío abuelo José. Mi tío José, a secas, vivía en la casa de Tala Pozo pero estaba con nosotros porque su salud no le permitía estar solo.
Él me cuidaba un montón y me quería bien. Cuando me hacían llorar las turras que vivían (y viven) al lado de casa me alzaba, me estampaba un beso y me decía "no llore varón". Cuánta falta me hace hoy alguien así en mi familia.
Me ayudaba con los rompecabezas, me iba a ver cuando jugaba a la pelota. Estaba ahí, silenciosamente.
Te mando un beso tío querido, ya nos estaremos viendo.
De a poco los festejos fueron perdiendo el espíritu infantil y de repente los festejaba con birra y milanesas. Ya no había bolsitas ni piñata, había vaquita para el vino nada más.
No había pistolas con cebitas, había billeteras, amigos y chicas.
El cumpleaños de mis 18 fue algo así como un anticipo de esas películas estilo "qué pasó ayer". Pero esa noche merece post aparte.
Los siguientes fueron mis festejos de "adulto". Empecé a matar lentamente mi niño interior. El pibe casi agonizaba cuando fui a rescatarlo.
Hoy, en mis festejos no pueden faltar mis tres mosqueteros: mi compañera y mis dos hijos.
De repente vuelven los globos, las bolsitas y las risas infantiles. Ahora para festejar los cumpleaños de ellos. Y vuelvo a ser un niño. Maté para siempre a ese adulto molesto, poco motivado, que puso su vida en pausa.
Este niño en cuerpo de grande es capaz de ponerse a bailar con el flaco que hace de Michael en la peatonal o de hacer el pasito robot entrando a un restaurante o de explotar en una carcajada, o de ser uno más jugando con mis hijos. Porque sí. Porque estoy vivo de casualidad. Porque elijo ser feliz. Y decime, cómo podés ser feliz si no sos un niño.

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