jueves, 9 de marzo de 2017

Tala Pozo.

Tala Pozo es un pueblito que está bien tierra adentro del departamento Burruyacú, al noreste de Tucumán. Hasta esas latitudes llegaron mis bisabuelos maternos desde su Cataluña natal para afincarse. Consiguieron una parcela de tierra donde se dedicaron a hacer lo que mejor sabían hacer: bebés. No tenían Netflix. Aparte criaron animales y sembraron de todo.
Mi abuela materna fue la penúltima de siete hermanos y yo llegué a conocer a dos tíos abuelos y una tía abuela.
Justamente los recuerdos más antiguos que tengo están referidos a esos tíos (a secas, así los llamaba yo) El tío Fernando y el tío José. Recuerdo que se sentaban en la puerta de lo que hoy es mi dormitorio a fumar un pucho.
Y que llevaban una silla a la vereda de la casa (cuando venían de visita, porque ellos vivían justamente en Tala Pozo) y desde ahí cuidaban que mis temerarios juegos de ronda con mis dos vecinas no se pasen de revoluciones.
"No se deje pegar varón" lanzaba el tío Fernando cuando la cosa se ponía heavy.
Mi tío Fernando falleció antes de que yo cumpla tres años así que mis memorias están reducidas a lo que les conté arriba. Murió en mi casa mientras dormía.
Mi tío José tenía la manía de pasarme su barba por mi rostro diciendo que de ese modo yo me iba a hacer hombre más rápido. Yo lloraba. Mucho. Manto de piedad para conmigo por favor.
Él murió cuando yo tenía siete años un poco después del mejor cumpleaños que tuve en mi infancia. También murió en casa. En total falleció un equipo de voley completo en mi hogar. Sí, además de ser la casa de Bernarda Alba, bien podría ser la casa de los espíritus.
En fin, volvamos al pueblito. Después de las partidas de mis queridos tíos quedaron allí unos vecinos a quienes les prestamos la casa a cambio de que cuiden todo y en un terreno cercano, una hermana de mi abuela, la tía Mercedes.
Mis vacaciones de verano consistían básicamente en pasar un mes entre una casa y la otra. Tala Pozo no era un lugar lindo. Era puro campo, con monte, sembradíos y muy caluroso. Pero nada de eso hacía que la pase mal.
En la casa de la familia lo primero que había que hacer era limpiar el dormitorio. Estaba lleno de sapos y había que revisar que no haya serpientes escondidas por ahí. Una vez que estábamos seguros de que no íbamos a morir nos instalábamos. Era la versión local de "A salvo con Bear Grylls". Por las noches armábamos los catres y nos tirábamos a descansar usando los espirales de la naturaleza. Me iba caminando hasta la casa de Bartolo y la Federica que me convidaban empanadas y podía bañarme en una pequeña represa que se alimentaba con el único grifo en más o menos 10 kilómetros a la redonda. Sí, era la versión masculina de "Lolita".
También me quedaba a tiro la finca donde solían vivir las mujeres hasta que el banco las desalojó. Era un terreno ya vacío, con una casa derrumbada y el arroyo que corría en algún momento ya no existía. Tampoco los árboles frutales ni las hortalizas.
No había mucho más en esa casa de ladrillos grandes con techos de paja con un aljibe en el medio del patio. Pero imaginen a un niño que vivía en un barrio tener de repente un patio de juegos que llega hasta donde den los ojos. Sumale una jauría de perros y eso era LA FELICIDAD.
En la casa de la tía Mercedes en cambio había muchos animales y una represa en medio del terreno. Las caminatas jugando a ser un expedicionario no tenían fin. Era salir ni bien terminaba el desayuno y volvía tapado de tierra para bañarme después en otro grifo que estaba a un kilómetro de ahí. Me llevaba un tío en bici porque no había chance de que yo camine esa distancia. Mucho menos de que maneje la bici porque no sabía hacerlo.
Podía pasarme un largo rato corriendo entre los animales y especialmente adentrándome en el monte que rodeaba a la represa. Menos con los chivos. Con ellos no me metía porque esos bichos de mierda me sacaban corriendo.
La casa de Tala Pozo ya no es nuestra. La vendimos hace cinco años a un vecino y desde entonces que no volví a pisar esa tierra fértil, seca, con tormentas violentas en el verano que hacían intransitables los caminos para cualquier vehículo, menos para nuestro Chevy. Ese Chevy que era un toro y con el que mi vieja casi atropella a media ciudad.
No, mis vacaciones de niño no fueron en Mar del Plata ni en Carlos Paz. Pero les juro que no cambio uno solo de mis recuerdos por otro destino.

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