martes, 25 de abril de 2017

Manjares (simples)

Cada casa en el barrio tenía un aroma. A desodorante, a tierra, a patas (?), a humedad ... en la casa de mi familia siempre había olor a comida.
Mi abuela arrancaba temprano, ni bien se acababa el desayuno, con los preparativos para la sopa. Había sopa tooooodos los días, lo cual era una tortura para mi (ahora las disfruto un montón) salvo cuando se mandaba una sopa crema casera.
Después empezaba a cocinar el almuerzo. Así que había una mezcla de aromas a verduras y carnes siempre.
Habitualmente comíamos guisos, estofados, pucheros, carnes diversas, ensaladas. Los pucheros eran una fiesta particularmente. En mi plato hacía un puré con todas las verduras que me servían, mezclaba todo, les agregaba un toque de mayonesa y simulaba un pastel. Manjar.
Compartía algunos gustos con mi abuela, herencia de ella por supuesto. Untar el caracú en una rodaja de pan, sal y pimienta y al buche. Mezclar el picadillo con ajo picado bien chiquito. Rico pero mortal a la vez. Hígado y panza de pollo rehogados. El juguito de la cocción de un bife sobre un pancito. Y unas albondiguitas en salsa picante que tenían vida propia dentro del cuerpo de uno.
Aaahhh y los sanguchitos de caballa con cebolla ... eran la cara visible de la felicidad ... y del mal aliento sin duda también por unas horas. No había pasta dental que lo remonte.
Choclos asados, queso criollo calentado en la hornalla, pepinos cortados a lo largo, aderezados con aceite, sal y pimienta negra, todo era un festival de sabores con la vieja.
La abuela me enseñó con esos bocados simples que la felicidad está ahí, en una lata de picadillo y un paquete de galletas.
Simple.
Qué manera de complicarme a veces, hasta casi el punto de hervor del masoquismo.
Cómo quisiera ... sentir por un rato al menos, esa paz que sentía apoyando un plato sobre ese mantel de hule.
Qué ganas tengo de que las cosas sean más simples. O al menos, que yo solito deje de complicarlas tanto.

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